El aire limpio de las primeras horas del día junto al mar. El olor de la playa por la mañana con la marea baja, olor a algas, a vegetales marinos. Las rocas llenas de pequeñas lapas y de cangrejitos. La suave brisa de poniente que envía una tras otra olas que mueren en la orilla y son sustituidas incesantemente por otras que nacieron un poco antes. La suave constancia del sonido del mar. Los cuerpos que pasean su semi desnudez, justificada en la playa, pero menos en la ciudad. Cuerpos sin la mentira de las ropas, más gordos o más delgados, pero todos casi iguales, que la desnudez iguala mucho. Familias enteras, llenas de niños y niñas, de suegros y suegras, que van montando sus campamentos frente al mar.
Llega la tarde. El Sol está fiero. El olor de la mañana cambió al del agua salada. El aire está más espeso. La marea llegó casi a la pleamar. Los cuerpos se tuestan ahora en una arena ardiente, quemadora. El viento de poniente subió de intensidad y aceleró el tranquilo oleaje de por la mañana. El color del mar cambió la claridad teñida de algas de la mañana por la bravura cambiante que produce la brisa vespertina. La arena es un abigarrado campo de sombrillas, debajo de las cuales, unos duermen, otros charlan, algunos leen y dos mujeres se besan junto a un chico y una chica que se miran tumbados sobre sus toallas imaginando lo que harán en la vida.
Un gozo para los sentidos.