No hay vida sin muerte ni muerte sin vida.
Ambas afirmaciones negativas se refieren a hechos y, en contra de la costumbre de bastantes tipos incordiosos, los hechos conviene no discutirlos, sino pensarlos, asumirlos y deducir de ellos las consecuencias oportunas.
Hay que matar la muerte para que pueda vivir la vida.
La muerte que hay que matar habita en el interior de la vida, pero está enmascarada de:
prejuicios y discriminaciones, costumbres sin racionalizar,
frenos y frenazos sin criterio,
mantenimiento descarado y absurdo de injusticias,
ignorancia de tantas cosas,
odios ciegos y creadores de maldad,
egoísmos interesados e inconfesables,
simplificaciones burdas,
desconocimiento profundo de uno mismo,
intolerancias viscerales y caprichosas,
debilidad no asumida,
gilipollez incorregible e inmisericorde,
individualismo miope,
educación no recibida,
educación no dada,
filtros con los que miramos impasiblemente la realidad,
más allás con los que parcheamos los más acás,
deshumanización en el trato,
afectos no expresados,
lágrimas reprimidas por una extraña vergüenza,
te quieros no dichos,
besos tragados enteros,
abrazos que se quedaron en el deseo,
decisiones tomadas sin preguntar,
mentiras construidas sin piedad,
profesiones ejercidas sin la menor dosis de servicio,
cobros sin contraprestación,
falta de higiene física y mental,
actuaciones que no dejan vivir,
actuaciones que no dejan ser,
actuaciones por obediencia y no por convencimiento,
y, sobre todo, la muerte viene enmascarada de miedo. El miedo al castigo eterno, metido en el alma tierna de un niño, es el germen más eficaz de muerte que podemos encontrar en la vida. A partir de él nacen todos los miedos y, también, el miedo a todo. ¡Cuánto tiempo se tarda luego en intentar quitarte el miedo de encima! El miedo y la vida son las realidades más radicalmente incompatibles.
Tu verdadera biografía no es más que la historia de la lucha o de la ausencia de lucha entre tu vida y tu muerte. Tú no eres más que el resultado actual de esa batalla.
Vivir es luchar. Sin lucha no hay vida porque los negros tentáculos de la muerte se han introducido, sin que nos hayamos dado cuenta, en el interior de nuestra vida. Por eso la vida es dura, porque vivir significa vencer la tentación de la pereza, del mero estar sin ser, del inmovilismo, del dormir sin despertar nunca. Hace unos días, en un alarde de luminosa consciencia, Montserrat Nebreda, parlamentaria autonómica y candidata a la presidencia del PP en Cataluña, le gritó a los militantes más conservadores de su partido: ¡”Viva la vida y abajo la muerte”! ¡Cómo me gustaría haber visto la cara que pusieron!
Para vivir hay que querer vivir. Como en todo, es necesaria la decisión de la voluntad. También por esto la vida es dura, porque la decisión conlleva la consciencia de que la vida tiene un premio que es sólo relativo: la vida es la victoria de lo efímero sobre lo imposible. La vida siempre sabe a poco porque las metas conseguidas, en cuanto se digieren, terminan con el tiempo por perder su poder ilusionante y, o viene el cansancio o viene otra vez el hambre de algo nuevo.
Todo en la vida es efímero. Por eso, vivir es siempre volver a vivir, volver a empezar. Si no la necesidad de andar de nuevo el mismo camino, sí la de tener que andar un camino nuevo. El trágico error mortal es el de caer en la rutina, el de confundir el múltiple, variado y siempre nuevo camino de la vida con el monotemático camino de Sísifo.
Vivir no puede ser otra cosa distinta de vivir intensamente. Nadie lucha sin intensidad. Nadie va a la guerra a darle pellizcos al enemigo o a doblegarlo con insultos.
La vida es la creación en el tiempo de un yo y un nosotros: de un mundo. Ingrid Betancourt, ciudadana reciente y afortunadamente liberada, relataba en una carta dirigida a su madre durante su cautiverio en las manos de muerte de las FARC su vivir: “Aquí la vida no es vida, sino un desperdicio lúgubre del tiempo”.
La muerte es la nada. La vida es el tiempo. El reto. La decisión. Manuel Casal