Días pasados tuve ocasión de disfrutar de una cena para dos, con velitas y champán, al aire libre, con una ilustre filósofa. Bueno, en realidad, el aire no estaba tan libre, porque un individuo individualista lo maltrataba con la contaminación acústica y ambiental que desprendía con una ruidosa moto que pasó varias veces por allí, como si necesitara hacerse presente de esa manera para sentirse vivo. Hablamos de muchas cosas, entre ellas de moral y de ética, algo que debería ser normal entre seres humanos, y que sin embargo parece cada vez más una excentricidad. Allá con lo que cada cual haga con su vida.
El caso es que mi encantadora acompañante me contó que un pensador español, aún vivo, había dicho alguna vez que él deseaba fervientemente que todo el mundo fuera feliz, porque una persona que no es feliz da mucha morcilla. La verdad es que ni el pensador ni mi compañera de cena hablaron de la morcilla, sino que usaron un término que rimaba con mulo.
Conviene que seamos felices, por el bien de los demás y, según este pensador, por la tranquilidad propia. Pero conozco a muchas personas cuyo ideal de vida es precisamente el de ser felices, que ponen todo su empeño en conseguirlo, pero que no logran acercarse a la meta ni a sus inmediaciones.
¿Será que no hemos venido a este mundo a ser felices, sino a otra cosa?
¿Será que la felicidad se obtiene sin buscarla?
¿Será que la felicidad no es como nos han dicho que es?