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domingo, 2 de agosto de 2020

Rebequitas



El infierno no existe, lamentablemente, salvo en la literatura. Los autores que hablan de él lo conciben más bien como un lugar gélido. Las llamas y el calor sofocante son cosas modernas, posiblemente un invento romántico. Lo de estos días de Madrid -y de otros lugares- creo que no tiene que ver con el infierno, sino más bien con los defensores del cambio climático, los que viven todo el día con el aire acondicionado puesto y no notan ni el calor, ni la calor, ni los calores ni las calores, según la clasificación establecida por los hermanos Álvarez Quintero. Lo que estamos viviendo son las calores, el grado máximo de temperatura que se puede dar en el verano, aunque algunos sitúan esta cima en septiembre.
Las calores de estos días, sobrellevados con la mascarilla, como manda la ética, son sofocantes, derritientes, desmadejantes, hirvientes y estofantes. Y lo dice uno que sobrelleva mejor el calor que el frío.
Ayer tuve que pasar la tarde en la calle. Anhelaba llegar a casa para quitármelo todo y quedarme en pelota (que viene de “piel”, con la piel expuesta, no de lo que estabas pensando), pero tenía que pasar por unos grandes almacenes, situados en la zona de Arguelles, a recoger unas cosas y a comprar otras en el supermercado. En este estaban abiertas cinco o seis cajas para pagar y me puse en una de ellas. Cuando había llegado el momento de acercarme a la caja, apareció la lista del lugar.
Era una señora mayor, rubia bien teñida, con unos ojos negros de mirada intensa y dura, vestida hasta más abajo de la rodilla con un modelito de Carolina Herrera (que lo sé, que era de ella, que lo he visto) y una rebequita puesta. Daba calor verla. Ya se sabe -por lo menos, yo lo sé- que para los pijos siempre hace un poquito de fresquito ¿verdad?, sobre todo si tienes que pasar por el pasillo de los quesos, en donde hace un frío horroroso, que ahí cogió Pitita un resfriado de aúpa. Por eso hay que llevar siempre una rebequita. Yo quería quitármelo todo y la señora, en cambio, con su rebequita puesta. Cosa de la sensibilidad y del pijerío.
Pues la señora de la rebequita puesta, con un paso lento y armonioso, que hasta podría parecer dulce, avanzó de su cola hacia la mía y se me puso delante. Fue un movimiento solemne, hecho real con una naturalidad que solo ciertas mentes acostumbradas al dictado de órdenes son capaces de concebir. Tras ella, vino la asistenta con el carrito lleno de cosas y, aunque era voluminosa y mucho más joven, también llevaba una rebequita puesta.
—Señora, usted estaba en esa cola, no en esta —le dije.
Sobre la marcha y como respuesta, me endosó un decreto.
—Solo hay una cola. Aquí solo hay una cola para todas las cajas.
Antes de que me emitiera el decreto, yo había estado en una de las colas. Llevaba solo un par de cosas para cenar -acababa de llegar de viaje- y se me olvidó comprar pan. Tuve que abandonar la cola y buscarlo por el supermercado. A la vuelta fue cuando la señora de la rebequita puesta me hizo la exhibición.
—Pues, señora, este es un lugar muy raro, el único en esta cadena que funciona así. Se puede quedar usted con todas las cajas y con todas las colas —le dije y me fui.
Había visto que las cajas rápidas estaban vacías y en un momento pagué y salí. La señora de la rebequita puesta, que en todo momento mantenía un rictus serio y prepotente, propio de quien considera que aquello es suyo, seguía poniendo cosas en la cinta transportadora de la caja. La miré con un respetuoso desprecio -con la mascarilla puesta esto es muy difícil de hacer, así que saldría un gesto penoso- y la dejé allí con la rebequita puesta, no se fuera a resfriar, como Pitita.