Hay aficionados al fútbol a quienes,
en realidad, no les gusta el fútbol, sino que gane su equipo. Por
eso van al estadio o al campo cubiertos de bufandas, camisetas y
banderas que los identifiquen con quienes 'sienten' los colores de
ese equipo. Se trata, fundamentalmente, de sentir, porque si su gozo
fuera algo más racional, serían capaces de vibrar, por ejemplo,
unas veces con la calidad del juego del Madrid y otras, con la que
genera el del Barça, y no suele darse ese caso. Es una fuerte
experiencia emocional la que desean tener.
Lo mismo ocurre cuando en el teatro o
en el cine nos identificamos con un personaje determinado. Si este
personaje sufre, lloramos con él; si tiene una gran alegría, nos
alegramos con él. En ambos casos cedemos nuestra propia vida al
personaje, que se apodera de nuestro corazón y hace que, aunque no lo deseemos, nos embarquemos
emotivamente en un mundo que no es el estrictamente nuestro. Tanto en
el fútbol como en el cine, cuando estamos tan identificados con el
personaje o con el equipo, no estamos en situación de reflexionar,
sino de sentir, de emocionarnos.
Cuando hacemos uso de una bandera nos
situamos en una posición similar. Nuestro razonamiento queda en
suspenso y nos sumergimos en el mundo exclusivo de los sentimientos y
de las emociones. Queremos, entonces, que venza lo que nuestra
bandera representa y que lo que las otras banderas simbolizan quede
vencido. Tienen mucho más sentido las banderas en un mundo militar
que en uno civil. A mí me parece que sería deseable que fuéramos
capaces de pensar y de emocionarnos, pero sin banderas.
Buenas
noches.