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jueves, 11 de agosto de 2022

Lo que me gusta y lo que no de la hostelería

 




He visitado recientemente varios lugares de este país. He disfrutado mucho con los buenos vinos que se ofrecen en muchos de ellos, con las cervezas frescas e hidratantes y con las tapas y platos diversos que se pueden encontrar. No en todos he obtenido la misma satisfacción, pero la decisión ha sido no volver a los establecimientos que no se lo merecían.

Las peores experiencias han sido en aquellos lugares en los que se notaba en seguida que el dueño lo que quería era ganar todo el dinero posible rápidamente y de cualquier manera. Por ejemplo, en un “gastrobar” de una ciudad cercana a Madrid me han llegado a cobrar más de 3 euros por una botellita de agua de 33 cl, si bien es verdad que me la acompañaron con una rodajita de pan, sobre la que aparecía una fina loncha de tomate, y todo ello coronado por una pequeña y seca sardina en conserva. Fue toda una invitación a no volver, claro. Otra variante de este tipo de establecimientos es la de aquellos en los que los camareros han sido adiestrados para hacer que el cliente pida el mayor número de platos posible. Así consume y paga más. Tampoco volví a ninguno de estos.

También se notaba mucho cuando el jefe estaba presente en el local, y mucho más cuando estaba ausente, dedicado, se supone, a sus cosas. Presencié cómo un bar se llenó, por lo que hacía falta ayudar a los camareros, y el jefe inmediatamente se puso a trabajar como el que más, echándole una mano a todos y procurando que los clientes estuvieran bien atendidos. Se nota en seguida cuando esto ocurre, al igual que cuando los camareros se sienten abandonados a su suerte en situaciones difíciles. Viví una de estas un viernes por la noche en un bar del sur, magníficamente atendido por un número claramente insuficiente de camareros, pero a costa de sufrir una experiencia estresante, sintiéndose desbordados por la aglomeración de personas y teniendo que tomar decisiones drásticas que no les correspondían a ellos, pero que no tuvieron otro remedio que tomar. El jefe, mientras tanto, estaba de vacaciones. Supongo que a la vuelta no tendrá el detalle de subirles el sueldo a los camareros y cocineros ni de contratar a algunos más, porque de lo que se trata es de reducir costes y de ganar lo más posible. Si para ello hay que reventar al personal y hacer que el cliente, mientras come y bebe, tenga que observar sus carreras, sus caras de cansancio y de angustia, y cómo son explotados por el jefe ausente, eso no importa. El criterio de la calidad ha dejado paso al de la cantidad de ganancias.

La política de exigir mucho trabajo, pero pagar poco está acabando con la profesión de servir a los clientes en bares y restaurantes. Conozco a muchos camareros que están deseando encontrar otra cosa en la que trabajar con mayor dignidad, y que no se imaginan haciendo durante toda la vida las labores que hacen ahora. He hablado con bastantes, que me han mostrado sus caras de cansancio en varias ocasiones y que me han dicho que no pueden más, que es demasiado y que así no aguantarán mucho tiempo. Los dueños que mantienen estas situaciones verán lo que hacen con el futuro de su propio negocio.

La cantidad, pero de comida y de grasa, es otra característica que lamentablemente he encontrado en varios lugares. Vas a uno de estos con tu pareja y, si quieres comer algo, tienes que pedir una ración entera, porque dicen que no les compensa poner medias raciones, ellos sabrán por qué. Y la ración entera es una montaña de lo que sea, frito en aceite ya con demasiada experiencia, del que se deja notar durante la noche y que hace que te acuerdes muy mal del local. Esa barbaridad de comida no te la comes ni en dos tandas, pero pueden cobrar más poniendo mucha cantidad, y eso es lo que importa.

He notado que los dueños de los locales, o los que diseñan las comidas y las bebidas, no suelen saber mucho de cómo sacarle un partido más razonable al negocio, pero saben aún menos de comidas sanas, que no hagan daño al comensal, que no sean fritos y más fritos y que puedan dar lugar a una ingesta algo equilibrada. Se agarran a lo tradicional y huyen de lo nuevo, no sé si por ignorancia o porque no se atreven a que el bajo nivel de la cultura gastronómica de la ciudadanía rechace las novedades. He pasado por lugares en donde en la mayoría de los establecimientos te ofrecían las mismas grasas saturadas presentadas de diversas maneras. Mientras la mayoría de los clientes trague, pague, calle y se vaya, nada cambiará.

También he pasado por sitios magníficos, en los que en la cocina había quienes pensaban bien los platos y los ejecutaban con maestría, y con camareros y camareras que atendían a los clientes con unas maneras estupendas y unos gestos que eran dignos de elogio. A todos y a todas se lo agradezco profundamente. Al fin y al cabo, entrar en un bar a tomarte una copa y comer algo es vivir un trozo de tu vida, y si alguien hace que ese trozo se viva bien, es digno de reconocimiento y de agradecimiento.

sábado, 23 de julio de 2022

Bar




Me gustaría ver un bar que se llamara “La buena educación” y que añadiera “Absténganse los maleducados”. O, mejor, para que lo entendieran, “Prohibida la entrada a los maleducados. Se les echa”. Necesitarían una subvención, claro.

lunes, 10 de febrero de 2014

Lo que veo cuando miro. Bares de pueblo





Una cosa que me fastidia de los bares de pueblo (aunque no estén en los pueblos) es que parece que todo el mundo quiere llevar la razón. Buenas tardes.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Charlas en los bares



En los bares me sorprende sobremanera la claridad de ideas que creen tener los parroquianos sobre cosas de las que lo ignoran casi todo. La vehemencia y la seguridad con la que las cuentan suelen ser proporcionales a su desconocimiento. Fomentar las conversaciones de bares me parece que debe de tener un efecto anestesiante tremendo.

martes, 5 de agosto de 2008

Lo normal y lo raro

Lo normal en una sociedad humana debería ser lo humano, esto es, lo racional, lo que todos podríamos hacer sin que se produjeran consecuencias no deseadas, lo que produciría progreso útil para todos, lo que generase un bien colectivo, lo que desarrollase el respeto y no la utilización del otro en beneficio propio, lo que estuviera lejos del engaño y de la discriminación.

Lo raro debería ser lo anormal, lo que se produce alguna vez porque esporádicamente ha fallado alguno de los criterios con los que se produce lo normal. Por ejemplo, debería ser raro que alguien engañase, o no respetase a los demás o se aprovechara de los prójimos.

Pues bien, qué tipo de sociedad estaremos construyendo entre todos para que, cada vez más, lo normal parezca raro y, en cambio, lo raro se vea con más frecuencia como normal.

Por si lo anterior ha quedado algo espeso, pensemos en algunos ejemplos. Para un ser humano corriente, contemplar a otro ser humano por las calles de su ciudad metido en un coche lleno de altavoces, desparramando decibelios en cantidades enormes por las ventanillas bajadas, haciéndolo a cualquier hora del día o de la noche, produciendo una contaminación acústica brutal, molestando a cualquiera que tenga la mala suerte de vivir por donde pasa el insensible insensato y poniendo sus sistema nervioso en las peores condiciones para reaccionar ante una emergencia, todo esto le debería parecer raro. Sin embargo, estarás de acuerdo conmigo, lector, que cada vez es más normal.

O el caso del sector servicios, por ejemplo, el de los bares y restaurantes. Conocí a un camarero en Sevilla que decía con su habla graciosa: “Mire usted, aquí estamos para que el cliente salga satisfecho. Y si el cliente sale satisfecho, yo me quedo satisfecho. Y, además, volverá”. Era una actitud que la palabra “servicio” no describe exactamente, pero en la que había una intención de que lo que uno hacía tenía sentido si el que lo recibía quedaba a gusto y se sentía bien tratado. Conozco, afortunadamente, a muchos camareros y a muchos otros profesionales que ejercen sus trabajos con esta actitud. Pero cada vez son más raros. Lo normal se ha vuelto también aquí raro. La mirada con la que me obsequió la otra noche un camarero cuando le llevé al mostrador una botella que me había puesto en la mesa y que estaba caducada venía a decir: “Usted pague lo que yo le diga y haga el favor de no dar la coña”. Esto es lo que me parece a mí que se está entronizando como lo normal, cuando debería ser lo raro.

Como decía el otro día, ya se acerca (I) el triunfo final (II). El nivel de mierda sube y nos va a encontrar desprevenidos.



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jueves, 24 de julio de 2008

Alicante. OTROS PLACERES

¿Qué ofrece Alicante que no encuentres en otros sitios? Pues, en principio, que la ciudad es animada, cómoda de transitar, con gente que viene y va, y eso ya es algo que no se da en todas partes. Pero parece también una ciudad muy neoliberal, en donde hay veces en las que vale todo y en donde hay que andar con siete ojos para que no te den gato por liebre. Baste como ejemplo el hecho de que en una semana escasa de estancia tuve que mandar revisar tres facturas, en el campo de la hostelería, porque me querían cobrar de más. En una de las ocasiones incluso intentaron no hacerme caso. Es una pena que una ciudad tan agradable se autodegrade de esta manera.

En Alicante hay mucha gente que hace la vida en la calle: come en la calle, pasea, va a la playa, se sienta en las innumerables terrazas. Mi amiga Mamen me ha dicho en varias ocasiones que, a partir de los cuarenta, el estómago empieza a funcionar con algunos problemas. Yo, que llevo ya bastantes años justamente en esa edad, lo he comprobado en varias ocasiones. Por eso me veo obligado a mirar para otro lado siempre que observo en las terrazas a individuos comiéndose, a cualquier hora del día o de la noche, una paella aceitosa que promete no dejarse digerir en al menos cuarenta y ocho horas. La calle Mayor y el Puerto están llenos de semejantes valientes.

En asuntos del comer, Alicante tiene algunos templos de visita obligada para llevar a cabo en ellos rezos prolongados. Para mi gusto, la catedral es el Nou Manolín, junto con su ermita delegada, el Piripi. Son capaces de hacer allí buenos arroces, como el de conejo con caracoles, buenos guisos, buenos pescados y buenos mariscos, aunque la limosna que hay que dar por estos últimos bichos te deja temblando el bolsillo y la existencia. Las gambas que tienen allí son sobrenaturales y las cigalas hasta parecen guapas. Mención aparte merece el jamón, no sólo porque es de la primera marca nacional en jamones –Joselito, de Guijuelo-, sino porque te lo ponen acompañados de unas rebanaditas finas de pan tostado, con aceite y tomate, que es lo que le hace falta al jamón para ir con traje de gala por la vida. Como hayas caído en la tentación de tomar las gambas, a la hora de pagar tendrás que decir necesariamente “¡joder!” cuando veas la cuenta. Si ha podido más en ti, por ejemplo, la excusa de que hay que cuidar el ácido úrico y no has pedido las gambitas (algunas no caben en la palma de una mano), entonces no te parecerá demasiado caro, sobre todo si lo comparas con las limosnas que te piden en otros templos por rezos mucho menos interesantes. La barra del local es también impresionante, pero no más barata y, además, las barras están para lo que están, no para comer allí cualquier cosa que necesite trabajos más arduos que el de llevarse fácilmente algo pequeño a la boca. Pero de eso hablaremos otro día.

Otro templo interesante es el Senzone, el bar y restaurante del Hotel Hospes Amerigo. Desde mi punto de vista es la barra de bar más cómoda que he visto nunca. Todo el lugar es de diseño, pero la barra tiene los taburetes a la altura adecuada para que, estando sentados en ellos, se puedan poner los pies en un escalón que tienen bajo la barra, con lo que quedas en un estado tal que se te quitan los deseos de salir de allí. El bar funciona como bar de tapas, de vinos por copas e, incluso, de menú del día. No te regalan nada, pero tampoco es una exageración de caro. Es uno de los sitios, sin embargo, en donde tienes que acordarte bien de los precios que aparecen en la carta y llevarte una buena lupa para comprobar que son los mismos que aparecen en la factura. Resulta, además, incomprensible cómo un sitio de estas características tiene una música tan horrible, más propia de quinceañeros sordos que de los clientes que encuentras por allí.

El Senzone funciona también como hotel (muy caro) y tiene unas instalaciones espléndidas. En verano, los jueves, viernes y sábados usan la azotea del 4º piso como restaurante para cenas. Un bufé libre de ensaladas y gazpachos, un plato de pescado o carne más un postre cuestan 30 €, sin vino. Desde Madrid, no parece muy caro. Desde Alicante, es posible que sí, no lo sé. Tiene esta azotea unas vistas muy bonitas de la ciudad, proyectan vídeos sobre la pared de un edificio vecino y puedes tomarte luego una copa en una zona chillout. Es considerada como una de las terrazas más in, o chic o cool de España. (Observa, lector, cómo los calificativos ayudan a definir al sustantivo. En este caso no se podría decir, por ejemplo, que la terraza es guay, ni mucho menos que es cojonuda. Tampoco es pija. Es justamente lo que he dicho).

No hablaré de los sitios que no merecen mucho la pena, que son casi igual de caros que los anteriores, pero que te dan un servicio muy malo. Sólo citaré un bar de copas que es el mejor de los que conozco en Alicante y que suele estar más bien vacío. Es el NiC, en la calle Castaños, junto al Nou Manolín. Pueden prepararte allí 7 versiones del Gin Tonic y una de ellas ha ganado ya tres premios de coctelería, tanto en España como en Francia. Una simple caña de cerveza puede ser mejor tirada, mejor acompañada y más barata aquí que en cualquiera de los bares que suelen estar rebosando de gente. Y te la puedes tomar cómodamente sentado, con aire fresco y leyendo el periódico.

Y hay mucho más en Alicante, lo que ocurre es que ni el tiempo ni el bolsillo han dado para más. Y, además, ya he dicho lo que mi amiga Mamen me había advertido sobre el funcionamiento del estómago, así que no era cuestión de tentar la fortuna. Otro año se verá más.
Manuel Casal