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lunes, 31 de marzo de 2014

Lo que veo cuando miro. Hay que suicidarse bien



La costumbre de suicidarse es muy antigua, aunque no siempre ha estado bien vista ni se ha entendido de la misma manera.

En Grecia y Roma existía la figura del suicidio forzado, que consistía en dar a elegir al condenado entre el suicidio voluntario o una pena peor, que podía afectar incluso a sus familiares. Casos célebres fueron los de Sócrates, Séneca o Nerón. Entre los samuráis japoneses el haraquiri podría ser considerado también como una forma de suicidio forzado. Se procuraba que fueran procedimientos rápidos y poco desagradables. Incluso en el caso del haraquiri existía la figura del ayudante que, al poco tiempo de comenzar la ceremonia, decapitaba al suicida para evitar sufrimientos innecesarios.

En la Edad Media se huía de una muerte rápida. Ni siquiera se valoraba en el caso de un suicidio. Se prefería un tiempo de arrepentimiento previo a la muerte, para poder así arreglar las cuentas con la divinidad.

Hoy, en este mundo postmoderno en donde caben todas las posturas, hay quienes valoran una muerte rápida que evite el sufrimiento propio y el ajeno, y hay quienes, con la mentalidad medieval tan extendida entre nosotros, prefieren una muerte lenta que, aunque desemboque en el final previsto, se note poco en su transcurrir. Así han aparecido dos formas de suicidio que se están extendiendo como la pólvora, especialmente por Europa.

Una consiste en que los pobres voten a la derecha. Con la excusa de que la izquierda no les atiende y, en lugar de procurar que llamar su atención y que cambien de actitud, deciden votar a los causantes de su propia pobreza. Al trabajador, que vive mal a causa de que el empresario le saca los hígados explotándolo, se le ocurre votarlo, con lo que el mecanismo del suicidio se pone en marcha, seguramente sin que el propio trabajador se entere de nada de lo que está haciendo.

Los que prefieren la otra forma de suicidio no votan directamente a la derecha, sino que deciden abstenerse. Como la derecha tiene muchos intereses económicos y sociales que defender, vota siempre. A la izquierda, en cambio, le gusta ponerse crítica, incluso consigo misma. Hay gentes en la izquierda que incluso no toleran que ganen ellos mismos en una elecciones y, en cuanto ocurre, comienzan a quitarle valor al asunto. En un alarde de desconocimiento preocupante de la estrategia, les da por decir -y es posible que incluso se lo crean- que todos son iguales y que no merece la pena votar a ningún partido, lo cual produce en la derecha una satisfacción importante que disfrutan sin que se les note demasiado, como disimulando. Si la izquierda se abstiene, gana otra vez la derecha, con lo que el pueblo sigue sufriendo calladamente sus consecuencias y va avanzando sin remedio hacia el suicidio.

Si en mitad del siglo XX había quienes pensaban que el hombre era un ser para la muerte, hoy, viendo los resultados de las elecciones aquí y fuera de aquí, se podría decir que el hombre es un ser para el suicidio, pero hay que suicidarse bien, sin salpicar y procurando no dar un espectáculo demasiado desagradable. Buenas tardes.