Era de noche. Llegué a la playa. Sólo
se oía el rumor de las olas que llegaban a la orilla. La luna estaba
presente, pero no en todo su esplendor. Su luz permitía distinguir
las siluetas, pero no las facciones. Me quité la ropa y la tiré
lejos. Me quedé, desnudo, mirando el mar. Viniste tú enseguida. Te
pusiste frente a mí, dejaste caer tu ropa y me abrazaste. Nos
abrazamos. Sentimos el calor y la grandeza de dos seres abrazados. Yo
no me separé de tus pechos ni de tu vientre ni de tus mejillas, pero
llegó alguien más que también se quitó la ropa y nos abrazó a
los dos. Estaba a mi izquierda, pero por la derecha alguien, también
desnudo, nos abrazó a los tres. Poco a poco, cadenciosamente,
cariñosamente, fueron viniendo personas de todas las edades, de
todos los colores, de todas las procedencias y se fueron sumando a
aquél abrazo cada vez más intenso, cada vez más grande, cada vez
más humano. Nadie pudo disolver aquél abrazo surgido no se sabe de
dónde ni tampoco por qué. Cada par de brazos se unía a aquellos
cuerpos con una fuerza indisoluble. Sólo la marea, con la fuerza de
su naturaleza, fue capaz de cubrir a aquellos seres humanos unidos
como si fueran uno solo. Fueron capaces de aguantar debajo del agua
los rigores de no estar en su medio y, al cabo de unas horas,
volvieron a emerger en el mar, primero las cabezas y, poco a poco,
todos los cuerpos abrazados, queridos, castigados, pero triunfantes.
La voluntad de cada uno de ellos y la fuerza de su unión habían
logrado vencer la adversidad. A lo lejos, un niño que había visto
el suceso, dijo que es que se querían.