Una manera eficaz de adquirir y de
mantener un buen nivel de sensibilidad es la de adoptar la costumbre
de ponerse en el lugar del otro, lo que se denomina tener empatía.
Digo acostumbrarse porque mucho de lo que somos se debe a nuestras
costumbres y porque por hacer algo una vez no podemos afirmar que eso
pertenezca a nuestra forma de ser. Poniéndonos en el lugar del otro,
podremos anticipar cómo se podrá sentir la otra persona cuando
hagamos lo que queremos hacer, lo cual debe ser un criterio a tener
en cuenta para decidir nuestra acción.
Además de esta empatía, creo que
convendría que nos preguntáramos qué pasaría si todos quisieran
hacer lo mismo que nosotros queremos hacer. Por ejemplo, ayer bajaba
yo andando por la acera de la Cuesta de San Vicente, en Madrid, la
que va desde la Plaza de España a la estación de Príncipe Pío. Al
mismo tiempo lo hacían cuatro ciclistas, también por la acera y a
la velocidad que la gravedad les empujaba a hacerlo, o sea, a toda
pastilla. Si yo me hubiese desviado un poco de mi trayectoria recta
de bajada, me hubiesen atropellado. Ni siquiera iban en fila, sino
por donde sus veloces neuronas les indicaban, es decir, por donde les
daba la gana. No hacían ningún ruido, con lo que no se les oía.
Simplemente, mirabas hacia la acera de enfrente y te salía de detrás
un individuo montado en un velocípedo que daba la impresión de que
tenía prisa por llegar a su ansiado destino. La pregunta es ¿qué
le pasaría a un peatón si a todos los demás les diera por bajar en
bicicleta a toda velocidad por la acera de la Cuesta de San Vicente?
¿Sobreviviría?
La conclusión me parece clara. Si lo
que yo quiero hacer no lo deberían poder hacer todos los demás,
entonces yo no debo hacerlo.
Creo que pensar en estas cosas y con
estos criterios nos hace más cuidadosos y más sensibles.
Lo que sí podemos hacer todos es
querernos. No dejes pasar esta noche sin derrochar cariño. La nube
se está formando ya. Buenas noches.
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