viernes, 29 de julio de 2011

Letras que hago mías: Optimistas a la fuerza, pase lo que pase



El pensamiento positivo impone que la crisis es una oportunidad y no una desgracia - Esta seudoideología arrasa en EE UU y defiende que no falla el sistema, sino la actitud de cada uno

RAMÓN MUÑOZ
EL PAÍS  -  Sociedad - 17-07-2011

"Ya, ya, sabemos que está en paro, pero con esa actitud negativa no se llega a ninguna parte. Sonría, sonría". "Sí, sí, puede que tenga cáncer pero no interiorice lo que le está pasando como una desgracia sino como un desafío". No, no es un diálogo inventado. Estas frases se han convertido en un lugar común y resumen la corriente de pensamiento de que la desgracia en sus variadas formas no es, en realidad, un infortunio sino un reto, y que acabar en las filas del desempleo o contraer una enfermedad grave, por ejemplo, es una oportunidad de cambiar de vida, de superación personal.

La llegada de la crisis más dura desde la Gran Depresión de 1929 ha acentuado esta teoría conocida en Estados Unidos como pensamiento positivo. Esta pseudoideología casi infantil es suscrita al alimón por economistas, políticos, psicólogos, médicos y estrellas de la televisión. Según la misma, las víctimas de la crisis no solo tienen que sufrir en silencio su desgracia sino que casi se ven obligadas a estar contentas, como ha denunciado la escritora estadounidense Barbara Ehrenreich en su libro Sonríe o muere (Editorial Turner, 2011), que ha resultado todo un alarido contra "la trampa del pensamiento positivo".

La autora ejemplifica este pensamiento en el acoso psicológico que sufren los parados en los seminarios de motivación y cursos de recolocación, tan de moda ahora, sobre todo tras los ajustes en las grandes empresas. "Había gente a la que habían echado del trabajo y que se dirigía cuesta abajo y sin frenos hacia la pobreza, a la que se decía que debía ver su situación como una oportunidad digna de ser bienvenida. También en este caso el resultado que nos prometían era una especie de cura; la persona que pensaba en positivo no solo se sentiría mejor mientras buscaba trabajo, sino que para ella ese trámite acabaría antes y más felizmente". (...)

El positivismo como ideología también prende en España. En el ámbito político, el presidente del Ejecutivo, José Luis Rodríguez Zapatero, ha hecho del optimismo la misma razón de su Gobierno. Desde su famosa negación de la crisis ("No estamos en crisis. Solo tenemos alguna dificultad que nos viene de fuera" (7 de febrero de 2008), a sus reiteradas acusaciones de "antipatriotas" a los que alertaban sobre ella o aquella categórica advertencia cuando el paro comenzó a desbocarse: "El pesimismo no crea ningún puesto de trabajo" (1 de junio de 2008). Su optimismo tampoco parece que haya servido de mucho. Desde que pronunciara esa frase, el número de parados se ha incrementado en dos millones y medio.

Curiosamente, el PP también bebe de la misma ideología. Su receta para remontar la crisis es conjurar la palabra mágica, "confianza", sin más concreciones. (…)

Uno de los argumentos falaces que emplean los positivistas es dividir el mundo entre los que piensan en positivo como ellos y los pesimistas depresivos. Y está claro que, puestos a elegir, es preferible vivir en una nube que sumergido en una ciénaga melancólica. En esta división interesada se olvida que hay otra categoría de seres humanos que han contribuido mucho más que cualquier otra al progreso: los realistas.

Afrontar los problemas desde el realismo, aunque eso implique un pesimismo inicial, hubiera, por ejemplo, suavizado las consecuencias de la crisis financiera internacional. Como relata de forma magistral el documental Inside job, cualquiera que se atrevía a alertar sobre la enorme burbuja que se estaba cociendo en torno a los productos financieros tóxicos, basados en hipotecas impagables, era automáticamente ridiculizado o condenado al ostracismo. Los signos de que toda esa riqueza se estaba construyendo sobre una enorme montaña de deuda sin ningún sostén eran cada vez más evidentes y las voces que lo denunciaban también. (…)

Nils Petter Molvaer

jueves, 28 de julio de 2011

MI callejón




Hay un callejón estrecho. Sus paredes tienen a ambos lados un buen número de cierros. Son como balcones cerrados por una verja de hierro y por cristales que aíslan el espacio hasta el dintel de la puerta. Tras los cristales, unas cortinas preservan el interior de la casa de las miradas externas y permiten al que vive en ella mirar a su capricho al que pasa por allí.

Cada día, a la misma hora, me desnudaba de todo lo que no soy, pero que era mío, y me salía a pasear por el callejón. Iba despacio, muy despacio. Unas veces con carteles de letras, otras con músicas en la maleta y otras con fotos que exponía en una pancarta sobre mí.

No solía haber nadie en el callejón, pero yo sentía las miradas detrás de las cortinas. Los ojos desde las casas no me miraban a mí, sino a lo que llevaba, como cuando se ve la televisión, que no se ve la televisión, sino lo que aparece en ella. Yo era como un fantasma desnudo que echaba carnaza en el callejón para que los ojos de los cierros completaran su rutina.

Un día me paré en mitad del callejón. Dejé el cartel en el suelo, levanté los brazos y grité: 
¡¿para qué?! 
Los hilitos entre las cortinas que permitían al ojo ver lo de fuera se cerraron de golpe ante la inesperada novedad. Nadie contestó. El silencio se hizo espeso, aunque la frecuencia de los latidos se hizo notoria en el callejón. Yo tomé mi cartel y seguí mi camino, pero al día siguiente me planteé la conveniencia de ir o no ir a pasear por el callejón. Decidí volver. Tomé mi cartel, mi maleta y mi pancarta, pero si me hubiesen visto el rostro, se habrían dado cuenta de que yo no era el mismo.

Brazilian Guitar Fuzz bananas

miércoles, 27 de julio de 2011

Letras que hago mías. Cuando conciliar no es una opción


Fotografía tomada de El País 12/7/2011

La mitad de las madres madrileñas ha tenido que dejar de trabajar para cuidar de sus hijos, una interrupción en la carrera profesional que a veces se paga cara

ELSA GARCÍA DE BLAS / MARÍA HERVÁS  -  Madrid 
EL PAÍS - 12-07-2011

Beatriz Rubio está más animada estos días. Espera una llamada, o tal vez dos (si hay suerte): la respuesta a las entrevistas que hizo la semana pasada. Por primera vez desde hace casi tres años, cuando nacieron los mellizos Laura y Jaime, puede que por fin consiga un trabajo.

Esta ingeniera forestal de 35 años ha sido ama de casa a tiempo completo los últimos tres, y no precisamente porque haya querido que así fuera ("me han sobrado los últimos 10 meses", admite). Cuenta que la despidieron de un puesto bien pagado cuando anunció que se casaba, y desde entonces no ha podido reengancharse al mundo laboral. Lo ha pasado mal. "Yo no valgo para esto, es un círculo vicioso en el que dejas de ser una persona interesante", reconoce mientras Laura y Jaime corretean por el salón de su casa, en el barrio de Usera. Jaime juega con una armónica, pero se resiste a hacerla sonar- "aunque sabe, lo que pasa es que lo hace cuando quiere"-.

Al principio prefirió cuidar de los niños, pero cuando quiso buscar empleo le denegaron la plaza en la guardería pública, porque tuvieron en cuenta su última renta, cuando todavía trabajaba. Con los mellizos en casa no había forma de dedicarse a enviar currículums. "Con el trajín que tienen, para que pueda abrir el ordenador..." No miente: Laura y Jaime no paran.

Aunque haya disfrutado de sus hijos ("Y mucho, destácalo, ¿eh?"), Beatriz no eligió ser ama de casa. Al menos no durante tanto tiempo. No es la única. La mitad de las madres madrileñas (el 52%) han tenido que dejar de trabajar en algún momento para cuidar de sus hijos, según una encuesta de Sigma Dos para la marca de artículos infantiles Chicco. Y Madrid es la comunidad autónoma donde más ocurre. ¿Motivos de este fenómeno? Uno es obvio: las guarderías, tanto públicas como privadas, son de las más caras de España (aunque la comunidad tiene también el segundo mayor PIB per cápita, solo después del País Vasco) El estudio apunta como otro factor que muchas mujeres no cuentan con ayudas familiares.

Una guardería pública cuesta en Madrid 179 euros al mes de media, según los datos de la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU), correspondientes a 2010. Es el segundo precio más caro, solo por detrás del de las guarderías catalanas. En el caso de las privadas, los padres madrileños son los que más pagan de todo el país: 380 euros de media mensuales abona una familia por cada hijo. En los últimos tres años, además, la tarifa de las públicas se ha disparado. Solo este curso, la tarifa mensual ha subido un 8,5%. (...)

A muchas familias-en la región hay dos millones de hogares- les sale más rentable que uno de los dos se quede en casa que pagar a alguien que cuide de los niños. No es algo exclusivo de Madrid, seis de cada diez personas (59,5%) que decidieron el año pasado trabajar a tiempo parcial o dejar de hacerlo para cuidar a sus hijos lo hicieron porque los servicios de atención son "muy caros", según revela la última Encuesta de Población Activa (EPA) del Instituto Nacional de Estadística.

Los servicios, aunque públicos, son caros; pero eso para quienes consiguen plaza, porque el Gobierno regional admite que la escolarización entre 0 y 3 años- que en toda España no es universal y gratuita, - alcanza solo el 50% de la demanda potencial máxima. Sindicatos y profesionales del sector calculan que unas 30.000 familias se quedan sin plaza en Madrid cada año.

Puedes ver el artículo completo aquí.

Nick Cave, Charlie HAden and Toots Thielemans

martes, 26 de julio de 2011

Letras que hago mías. Mi primera vez: Ingles sudorosas.

Todos hemos tenido una primera vez. Y si no la has tenido todavía, la tendrás. Seguro. La primera vez constituye una vivencia peculiar, excitante, iniciática. Tu mundo cobra una dimensión nueva, la vida se abre con más  fuerza ante tus ojos, tu corazón late a una velocidad nueva y una sonrisa profunda y tranquila se instala en tu boca. Es posible que no olvides en mucho tiempo tu primera vez. Maruja Torres la recuerda en este artículo de El País y la cuenta con su reconocida maestría.


Dibujo de Eva Vázquez, publicado en El País.


Mi primera vez
Maruja Torres 


EL PAÍS - 18-07-2011

Caminé por el pasillo. Cuando llegué al cuarto de baño de las chicas escuché sus voces aturulladas. Estaba segura de que a ellas les había ocurrido antes, por eso parecían tan tranquilas, incluso indiferentes. Charlando de sus trivialidades, como si nada.

Aspiré hondo, empujé la puerta y entré, toqueteándome la tripa. Cosa de disimular. Quería quedarme un buen rato encerrada en el WC, haciéndolo. "No me encuentro bien", expliqué, para redondear la coartada. Necesitaba que se marcharan, necesitaba quedarme sola. A solas conmigo.

"¿Has tomado Sal de Eva?". "Una ginebra con menta te aliviará". Callé. ¿Qué sabían aquellas estúpidas, aquellas tontas que venían haciéndolo con regularidad, que ni siquiera le daban importancia a lo que hacían? A mí me temblaban las piernas. Enferma, sí. Pero de emoción. Me dolían los pechos, mis pezones se disparaban contra la blusa de nylon barato, y el sudor manaba de mis ingles como si, verdaderamente, tuviera ese día la visita del mes, y fuera otro líquido lo que fluía.

Pero no, esta era una ocasión gozosa. Esta era la transpiración feliz que mi cuerpo entero enviaba al exterior. Allí, encerrada, sentada en la tapa del inodoro, emitiendo falsos gemidos, aguardé. Astuta, cautelosa. Y con las ingles empapadas. Para entretenerme, imaginé lo que iba a suceder después. ¿Se me notaría físicamente el cambio? ¿Alguien más que yo se percataría de que a partir de entonces iba a empezar a convertirme en una mujer independiente, una mujer que agarraría a cachitos su libertad hasta convertirla en una cerca, en una muralla, en una barricada de la que nadie podría arrancarme?

Poco a poco se marcharon las otras. Les escuché hacer planes, echar risas, criticar a las ausentes. Se habían olvidado de mí. Mejor. Ya en silencio -podía sentir que me había quedado sola en la planta- calculé el tiempo que me quedaba para hacerlo. Por entonces aún no tenía reloj de pulsera y me había acostumbrado a leer el paso del tiempo en los sonidos que escuchaba. No, no me iba a quedar encerrada en el edificio, haciéndolo. Entre otras razones, porque algo así sólo se hace una vez por primera vez.

Relajé mi cuerpo. Abrí las piernas, las extendí -chop, chop, musitaron mis ingles al despegarse-, puse los pies mirando al techo -recuerdo que los zapatos eran de suela dura, baratos- y con delicadeza tanteé la abertura.

No, no iba a comportarme con prisas. Levanté la cabeza y la luz del fluorescente -un único tubo para un aseo de seis servicios-, que me llegaba amortiguada, me pareció única, sensual.

Ensalivé con delectación mi dedo índice y lo pasé por la abertura, que simplemente se ablandó un poco, pero no cedió. Me metí el dedo medio en la boca y lo empapé. De nuevo froté el punto objeto de mis deseos. Se ablandó más, pero tampoco se abrió.

De pronto me puse frenética y utilicé todos los dedos de las dos manos.

Rasgué el sobre. Mi primera paga. Allí estaba. 535 pesetas, 1957.



Brad Mehldau