Tal día como hoy de 1999 murió Joaquín Rodrigo.
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El problema fundamental de la vida es un problema ético. ¿Cómo actuar hoy para crear un mundo más humano? ¿Cómo actuar de manera humana para crear un mundo mejor?
No sé si te habrás formado ya una idea propia y lo más argumentada posible sobre la Ley de Autodeterminación de sexo, que se está tramitando actualmente en el Congreso de Diputados.
Es muy interesante la opinión de la profesora de la UAB Juana Gallego. La puedes leer aquí.
Ciudadano: Lo público es de todos, también tuyo. Le pagas a unos políticos para que lo gestionen bien, lo mejoren, lo cuiden y lo desarrollen. Si en lugar de hacer eso, lo destrozan y lo privatizan para que alguien haga negocio, están usando el poder para quitarte lo que es tuyo. Claro que si les has votado sabiendo lo que iban a hacer, te lo mereces, pero los demás, no. Deberías pensarlo cuando tengas que pagar cada vez más facturas por lo que debería financiarse con los impuestos de todos y gestionarse bien por quien le corresponda.
La primera acepción que da el diccionario de la RAE del término “vergüenza” es la de “Turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de una falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante”. Para tener vergüenza hay que tener conciencia de que hay un deber moral, respecto del cual se puede cometer una falta. Hay que tener también una idea clara de la honra, esto es, del respeto de la propia dignidad. Y también hay que proponerse no humillar a nadie, o sea, no herir su dignidad. Todos estos valores son propios de un sentido evolucionado de la humanidad, muy alejado de la brutalidad de la selva.
Cuando la máxima que rige una vida es esa tan dañina de “Todo vale”, lo primero que cae es la conciencia de que hay un deber moral, de que se pueden cometer faltas y de que el respeto, la honra y la dignidad son importantes. Ya nada de eso vale. Con ello cae la vergüenza. Es lo primero que pierden los políticos que no se dedican a promover el bien común, sino a crispar los ánimos, a sacar tajada económica de su situación y a querer el poder a toda costa y de cualquier manera.
Si esta es la primera pérdida, la última no es menos dañina ni menos preocupante: es la del sentido del ridículo. La fe en el “Todo vale” sitúa a quien la profesa por encima de cualquier respeto, de cualquier consideración del otro como un igual. Incluso lo sitúa lejos de esa otra máxima hipócrita, pero controladora de los brutos, que es el “qué dirán”. Sin sentido del ridículo, todo está permitido, todo es posible: ir contra la ciencia, contra los hechos, contra la historia, contra lo bueno, incluso contra uno mismo.
Cuando un político ha perdido el sentido del ridículo, ya no tiene nada más que perder.