Llevaba los auriculares incrustados en
las orejas y el móvil en la mano. No le perdía ojo. Tampoco parecía
que lo que ocurriera en el mundo le interesara mucho. Era alto,
grande y fornido. Se levantó del asiento sin mirar la barra que,
cerca del techo, bordeaba el pasillo para que los viajeros se
agarraran a ella. Se dio un golpe tal en la cabeza que le dolió a
todos los que íbamos en ese momento en el autobús. Debía de tener
los huesos duros porque ni se inmutó. Siguió con su móvil, se bajó
y no quitó el ojo de la pantalla.
Cuando nos bajamos del autobús,
anduvimos y nos paramos en un paso de peatones. Había allí un tipo
joven, pero sin auriculares. En su lugar llevaba unos cascos que
daban la impresión de no dejar pasar ningún sonido del exterior que
entorpeciera la audición de lo que en ese momento estaba disfrutando
aquel ausente del mundo. También llevaba su móvil en la mano y su
cordón auricular que lo unía al aparato materno. En su ausencia
vital de la realidad, se había situado medio metro dentro de la
calzada. Pasó un autobús por allí y no le cortó las uñas de los
pies, todas a la vez, porque los dioses estaban de vacaciones. Ni se
inmutó. Con una tranquilidad pasmosa, se echó un poco hacia atrás
y se instaló en el borde de la acera.
Ella iba con unos pantalones blancos
impolutos. Yo estaba en el metro, sentado en un banco del andén
esperando que llegara el tren. Se acercaba a donde yo estaba, con sus
auriculares instalados y su móvil en la mano. Algo hacía con su
pulgar en él. Quiso sentarse en la otra punta del banco. En un tono
algo elevado le dije ¡no!, porque había en esa zona una pintura
roja, como hecha con un lápiz de labios. No me oyó. Se sentó y
siguió con su maniobra manipuladora. Me olvidé de ella.
Era alto y metido en carnes. Iba por la
acera con sus auriculares y mirando con mucha atención su móvil, en
el que escribía algo que le tenía absorto. En su trayectoria vital
por aquella calle había una cagada de perro fresca y de dimensiones
considerables. No la vio, pero la pisó y se resbaló, con tan mala
fortuna que fue a dar con su trasero en las inmediaciones de la
deposición. No se enteró demasiado del incidente, porque siguió
escribiendo, allí sentado, hasta que consideró que su discurso
había acabado. Fue entonces cuando se dio cuenta y cuando exclamó:
¡Hostias, qué asco! Se levantó, se miró el pantalón y siguió
con su móvil. De vez en cuando se miraba el trasero, pero pareció
que se lo tomaba como si no le hubiera ocurrido nada.
Si quieres aislarte del mundo o si
prefieres evadirte o si no quieres saber nada de lo que ocurre a tu
alrededor, instálate unos buenos auriculares y pégate el móvil a
la mano sin perder la vista de él. De lo que se trata es de salirse
de este mundo con comodidad.
Buenas noches.