Me miré en el espejo. ¿Quién soy
yo?, me pregunté.
Descorrí un poco el visillo y miré
por la ventana. Había mucha gente, mucha. Hombres, mujeres, altos,
bajos, blancos, negros, amarillos, pobres, ricos, guapos, feos,
atractivos y repelentes. Más allá de la calle estaba la ciudad. Al
fondo, la montaña y otra montaña y el campo verde y el horizonte y,
aunque ya no se veía, más allá del horizonte había otra montaña
y otra ciudad y otras calles y más gente, mucha gente, una cantidad
enorme de gente. Más allá estaba el cielo. Se veían algunas
estrellas. También se veía la Luna. Por allí deberían de estar
los planetas, las constelaciones, las galaxias, la hipotética
infinitud del universo, aquello desconocido pero con aspecto de ser
inmenso, inmensamente inmenso. ¿Quién soy yo en medio de todo esto?
Miré el cristal de la ventana y me vi
a mí mismo levemente reflejado en él. Más allá, la gente. ¿qué
hago yo con la gente? ¿Qué es la gente para mí? ¿Son iguales que
yo o no lo son? ¿Me son indiferentes o no? ¿Por qué unos son
felices y otros, no? ¿Por qué unos tienen y otros, no? ¿Qué
significa todos? ¿En qué recóndito lugar de mi interior han echado
el ancla cosas tales como el amor, la generosidad, el respeto o la
igualdad? ¿Por qué es mejor amar que no amar? ¿Por qué hay cosas
que debo hacer y otras que no debo hacer? ¿Por qué me hago yo estas
preguntas? ¿Qué soy yo? ¿Quién soy yo?
Corrí el visillo. Abrí la puerta y me
fui a la calle. Tenía ganas de vivir.
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