Viajaba yo en el Cercanías leyendo un
libro que me estaba decepcionando. Desde detrás de mí avanzó con
andar pausado una mujer de unos cuarenta años, vestida con una falda
larga, y se situó mirando hacia donde yo estaba, pero dos o tres
asientos más adelante. Tenía unos extraños ojos, como hinchados,
enrojecidos y un tanto cerrados. Se sentó, levanto los dos pies a la
vez y, siguiendo la lamentable y sucia costumbre actual, los depositó
en el asiento que tenía enfrente. Al verle yo la cara, me entraron enseguida unas ganas enormes de seguir leyendo el libro aquel, aunque no me
interesara demasiado. No quería ni imaginar que la mujer aquella me
dirigiera la palabra.
Al poco tiempo oí que contestaba a
alguien -un hombre- que le hablaba desde el asiento que estaba a su
altura, en el otro lado del pasillo. Hablaban en voz alta. Ella, en
voz muy alta y como dando a entender que tenía toda la verdad de la
vida y que estaba bastante enfadada con el mundo. El otro hablaba en
un volumen algo más bajo, pero no paraba de hablar. Alguien se
cambió de asiento y permitió que la mujer y el hombre pudieran
sentarse juntos para no tener que gritar, según dijeron. Fue inútil,
porque siguieron hablando a voces.
Pronto comenzaron a contarse sus vidas.
Nos enteramos de que en casa de ella entraba, sin que nadie se lo
impidiera, alguien, al que llamaba con frecuencia “el gilipollas”,
cargando mucho el sonido de la g inicial, y también “mi ex”.
Supongo que serían la misma persona. El tal, según decía, le tenía
la casa hecha una pocilga, aunque aún quedaban restos de moqueta en
algunos rincones, pero los muebles parecían los de un cementerio.
Esto no lo entendí del todo bien. Contó que a los trece años fue
violada delante de sus padres por cuatro hombres, de los que aportó sus nombres. Estos mismos cuatro, a continuación, encerraron a los
padres en una habitación y los mataron, para, seguidamente, volverla
a violar en presencia de los cadáveres. Luego se alistó en el ejército
y llegó a ser una “puta boina verde”.
-Figúrate -decía.
Ahora venía de un concierto y de
librarse de un tipo que, según contó, quería echarle una litrona
por encima y mojarle toda la ropa. El otro era un jovencito que
llevaba la cabeza rapada, salvo la parte superior central, en donde
le aparecía una zona muy poblada de pelo con la forma de una
tortilla de patatas. Le dijo a la mujer que
seguía vivo gracias a que estaba en tratamiento psiquiátrico,
porque se había llegado a enrollar hasta con cinco hombres, aunque
él no era homosexual. El asunto era que le aparecían en su vida
esas situaciones y el no decía que no. Lo que le ocurría era que no sabía decir que
no. Parecía contento, porque hablaba con una cierta sonrisa. Era más
difícil de entender lo que decía él, pero ella le contestaba
siempre con contundencia y haciendo frecuentes referencias al
“gilipollas”.
La mujer viajaba hasta el final de la
línea, pero él se bajó unas estaciones antes. Cuando se iba, le dijo en voz alta por el pasillo que a ver si coincidían otro día y seguían contándose
sus vidas, a lo que le respondió que a ver si era verdad. Ya desde
la puerta, le gritó:
-Yo podría
escribir un libro.
A lo que ella le respondió con el
mismo vozarrón y la misma determinación que había usado antes:
-Nos ha jodío. La
que tiene para escribir un libro soy yo.
Estas declaraciones finales me produjeron cierta preocupación, porque ando yo buscando historias para
escribir algo, con escasísimo éxito, y de pronto me encuentro a dos
personas, de las de teléfono en mano, pies en el asiento y grito
fácil y enseguida manifiestan su capacidad para afrontar tan dura
tarea. Desde luego, ¡hay que ver lo mal que está repartido el
mundo! Debo de tener una vida tan sumamente sosa que no me da ni para
un libro.
Buenas noches.