Observo cada vez con más frecuencia que parece que la misión
de un vendedor, de un dependiente o de cualquier persona que trate
con personas directamente no es la de atender a un cliente, sino la
de charlar animadamente y, a veces, a voces con su compañero o
compañera de trabajo. Nadie controla o inspecciona nada. Si le
hablas al vendedor o a la azafata y están ocupados en sus charlas,
hasta parece que molestas.
Cuando encuentras en algún sitio a
alguna persona que te atiende correctamente, como si de verdad
hacerlo fuera su trabajo, parece que estás en la gloria. Las
costumbres neoliberales ha calado con tal fuerza entre la población
menos ilustrada que mucha gente cree que lo privado, lo particular,
lo que viene bien o lo que apetece debe estar por encima del
servicio, de la correcta atención al cliente. Qué lejos queda
aquella idea de que el que paga debe salir a gusto del local. Qué extraño lugar está ocupando el trabajo en nuestras vidas. Qué débil se está quedando la ética.