Se trata una vez más de que en el
mundo actual se sigue queriendo ocultar al ser humano que es cada
mujer. En el centro de todo el entramado estructural de nuestras
sociedades está instalado el poder. Y el poder está en manos
fundamentalmente de los hombres. Esta es la base desde la que surge
el problema del que trata la exposición titulada “
Esclavas”
que nos presenta
Yolanda Domínguez en la
Galería Rafael Pérez Hernando, calle Orellana, nº 18, de Madrid.
El poder se ejerce siempre sobre
alguien. Puede ser que por motivos circunstanciales, que pueden ser
económicos, políticos, sociales o de cualquier otro tipo, alguien
caiga dentro de uno de los ámbitos del poder y tenga allí que
soportarlo. Pero a determinados hombres, que hacen del poder, sea
éste poco o mucho, el eje de sus vidas, les interesa tener bajo su
mando a personas, no por meras causas circunstanciales, sino
estructurales. Necesitan dominar a seres que, al exclusivo juicio de
estos poderosos, posean una estructura tal que no puedan alcanzar el
estatus que ellos ocupan. Y en este ámbito estructural y como
consecuencia de la ideología machista que profesan, colocan a las
mujeres. A estos hombres que viven del poder les interesa profesar la
idea de que cualquier mujer, por el mero hecho de ser mujer, debe
ejercer unas funciones en la sociedad distintas de las que llevan a
cabo ellos. Así, a la mujer le corresponde ser femenina, esto es,
dulce, obediente, sumisa y bella, entre otras atribuciones de índole
igualmente secundaria, de la misma manera que ellos creen haber sido
destinados a desarrollar funciones masculinas, siempre relacionadas
con el mando, la fortaleza, la libertad y la superioridad.
Esta maniobra interesada de los hombres
de poder establece en la sociedad una peculiar distribución
funcional. A cada uno de los sexos los machistas asocian un género,
con la particularidad de que el género femenino, constituido por las
funciones asociadas a las mujeres, siempre es inferior y dependiente
de los hombres, que son los llamados a poner en práctica las
funciones propias del género masculino. De esta manera, el sexo, a
través del género, se convierte en el último criterio de
estructuración social.
Es evidente el interés que el hombre
machista tiene cuando pone en práctica esta maniobra, porque ella le
permite tener a su disposición una mujer obediente que le
proporciona mano de obra gratuita en la casa, la satisfacción de las
necesidades cotidianas y el recurso a una fuente siempre disponible
de placer sexual. Y resulta también evidente el prejuicio del que se
deriva toda esta organización social machista: el de la supuesta (y
jamás comprobada) superioridad de los hombres sobre las mujeres.
Hay culturas en las que el poder sobre
la mujer se ejerce de una manera dura y cruel, con prohibiciones
brutales y con ritos que un mínimo sentido de lo humano condenarían.
Recordemos, por citar sólo dos ejemplos, a las mujeres de las tribus
de los patanes, en Pakistán, que no pueden salir a hacer sus
necesidades fisiológicas fuera de la casa, como sí hacen los
hombres, mientras no se haga de noche, para que nadie las vea,
sufriendo enfermedades renales derivadas del simple capricho
masculino; o a las de la tribu de los danis, en el valle de
Baliem, en Papúa Nueva Guinea, que deben soportar la amputación de
alguna falange de sus dedos cuando muere un familiar varón.
Sin embargo, hay costumbres menos
cruentas, más sutiles, pero igualmente eficaces para ejercer el
dominio sobre la mujer. Son las que afectan a la vestimenta de las
mujeres, como es el caso del burka, que los talibán impusieron como
obligatorio a las mujeres en Afganistán. La vestimenta, en general,
siempre conlleva una fuerte carga simbólica. Cuando el hombre
machista considera que la mujer no es un ser humano, sino un objeto
de su propiedad, del que puede gozar a su antojo, y no quiere que
ningún otro hombre pueda contemplar eso que es suyo, entonces la
tapa sin piedad con telas que van desde el pañuelo hasta el chador,
el niqab o el burka. Si la mujer que va dentro de esa cárcel de
tela, sufre, tropieza, padece enfermedades por no recibir la luz del
sol o termina perdiendo la visión, eso no le importa al machista,
porque para él la mujer no es más que un ser inferior, utilizable
para sus intereses y sustituible por otra en el caso de que se
convierta en inservible.
Es verdad que en nuestra cultura
solemos ser muy críticos con el uso del burka. Sin embargo, no nos
damos cuenta de que en nuestro entorno vital practicamos otra manera
de hacer desaparecer a la mujer como tal, de presentarla no como una
persona, sino como una cosa que cumple las funciones que al machista
le interesan. Este es el planteamiento de la exposición de Yolanda
Domínguez.
Con la misma tela con la que están
confeccionados los burkas y en colaboración con Sara Ostos
como diseñadora, se presentan prendas femeninas occidentales
cargadas de erotismo, de sensualidad e, incluso, alguien diría que
de glamour. Tangas, corsés, pezoneras o vestidos más o menos
livianos y sugerentes parecen indicar una condena al burka, del que
se exhibe también en la muestra un ejemplar auténtico. Sin embargo,
la propuesta no acaba en esta crítica, porque la mujer que puede
vestir ropas similares a las que se presentan en la muestra sufre en
su ser un tipo parecido de esclavitud, aparentemente más llevadero,
pero igualmente despersonalizante. La mujer occidental es también
víctima del machismo desde el momento en que acepta en su vestimenta
los criterios que le impone el hombre. Si al hombre machista le
interesa que la mujer se destape y ésta no tiene otro criterio mejor
que oponer, se destapará. Por un supuesto amor, por protección, por
economía o por rutina, la mujer que asume el criterio machista
termina por obedecer “a la manera occidental” a las llamadas
desde el poder de los hombres. Es muy significativo que uno de los
temas en los que puede vislumbrarse la presencia de un maltratador en
nuestra sociedad es el control que suele hacer sobre la forma de
vestir de su pareja. Y la mujer puede llegar a tener tan asumido el
gusto y la exigencia de los hombres en sus ropas, que encuentra
normal taparse o destaparse aunque ningún hombre concreto se lo
pida.
Hay dos maneras de impedir que una
mujer viva como una mujer, esto es, como una persona que es mujer.
Una, tapándola para que nadie vea que debajo de esas telas va una
mujer y para que ella misma no pueda sentirse como tal. Otra,
destapándola para que luzca a los ojos de todos, no como un ser
humano, como una persona, sino como un objeto de deseo y de
complacencia, como una propiedad privada que se exhibe con orgullo
por su dueño. Mientras los hombres machistas no aprendan a vivir
como seres humanos y mientras las mujeres no reaccionen y dejen de
hacerse cómplices de una ideología que las reduce a la condición
de esclavas del macho, aquí seguiremos pensando equivocadamente que
el método de tortura en la vestimenta de la mujer es el burka y no
lo que se ha asumido como normal en nuestro entorno. Mientras hombres
y mujeres no sean capaces de comprender y de vivir la igualdad real,
la sociedad seguirá siendo machista y las mujeres, las víctimas de
los hombres. La brillante exposición de Yolanda Domínguez es
un espejo en el que deberían mirarse las mujeres de cualquier
cultura y de cualquier sociedad.