De tanto reírme se me arrugó la piel de los ojos y me salieron patas de gallo.
De tanto mirar, insomne, en la noche, me salieron bolsas en los ojos.
De tanto preocuparme por lo que ocurría se me arrugó el entrecejo.
De tanto sorprenderme por la vida, se me arrugó la frente.
De tanto tocar y tocarte se me arrugaron las manos.
De tanto vivir se me arrugaron y se me cayeron las carnes de los brazos, de los pechos, de los muslos, de las nalgas.
Pero, con todas las carnes arrugadas, caídas y estropeadas, yo era joven, era feliz y tenía todas las ganas del mundo de vivir.
Un día se me arrugó la mirada y se me cayeron las carnes de la sonrisa. Y ese día, trágicamente, envejecí.
No mucho tiempo después noté que se me había arrugado el alma y que se me habían caído las carnes de la ilusión. A los pocos días, me morí.
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