Sí. A mí me duele mucho. Que todo sea
efímero, fugaz y transitorio, que por mucho proyecto que tengas,
puede que lo debas dejar sin terminar, es un pésimo condicionante
para quienes queremos vivir a fondo y mucho. De chicos nos llenaron
la cabeza y la vida de miedo a la muerte, de terror a un impactante
juicio final en el que nos jugábamos un futuro eterno. Nos
infundieron más preocupación por la otra vida que por esta. La
muerte era el sentido de la existencia, el gran suceso último y
necesario para poder, al fin, gozar de las bondades que en este mundo
nos estaban vedadas. Aquello no era vida, era muerte disfrazada.
Afortunadamente luego aprendí que la
muerte escondía en su tragedia un elemento positivo, vitalizador. Si
nada fuera efímero, si no existiese la muerte, posiblemente no
existiría la menor urgencia por vivir. ¿Para qué hacer algo hoy si
tengo una interminable vida por delante para hacerlo? Quizás nos
dominaría el aburrimiento, la desgana, y no haríamos nada porque
tendríamos todo el tiempo del mundo para hacerlo. La muerte nos
descubre que el tiempo -lo que realmente somos- es limitado, que hay
que aprovecharlo para vivir, y que lo que no vivamos hoy no lo
viviremos nunca, aunque lo hagamos otro día.
Pensar que nos vamos a morir nos da
ganas urgentes de vivir. Es lo único que necesitamos para no perder
la serena alegría de la existencia.