Estoy sentado junto a unos ventanales en una ciudad turística. Veo desde allí uno de sus más conocidos monumentos. Es bonito, bien diseñado y célebre por su aspecto y por su autor, pero ocupa un espacio pequeño de la ciudad, rodeado de casas y de calles estrechas, sin un espacio libre que lo realce, que lo dote de magnificencia y de solemnidad. Está empequeñecido por sus construcciones vecinas, que lo privan de algo que a mí me resulta necesario para disfrutar de la visión y descubrir la belleza en la vida, y la propia vida: la perspectiva.
La perspectiva implica distancia, espacio, aire y un campo suficiente de posibilidades para poder generar la percepción satisfactoria de lo que queremos. La visión la tenemos o no, pero la mirada la fabricamos nosotros, cada cual la suya. La perspectiva nos permite elegir el punto de vista, modelar la mirada y decidir la percepción que más nos satisface. Si la obra de arte la completa el espectador con su mirada, sin un espacio libre que nos permita elegir esa mirada, tal culminación no puede darse.
Esto ocurre con las construcciones, con las cosas, pero también con las personas. La cercanía permanente distorsiona la percepción y nos confunde.
Es tan necesario el espacio libre...
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