Recibí una educación aliñada con
catolicismo y un buen chorro de fascismo. No estaba a mi alcance
otra. Si no hubiese sido así, es posible que en mi cultura actual no
existiese el concepto de paraíso. El gran valor que se me exigía
desde un principio era el de la bondad, pero no era un valor en sí
mismo, sino un medio para alcanzar un paraíso ultramundano en el que
todo, absolutamente todo, iba a ser no solo bueno, sino también
eterno. Por supuesto, los cuerpos iban a sufrir una extraña
transformación, de tal manera que ni los médicos ni las funerarias
iban a tener la menor razón de ser.
El mundo nuevo que apareciera se
dividiría en tres sectores. En uno, el infierno, estarían los que
el resultado de un juicio final definitivo hubiera considerado como
malos. En otro, el purgatorio, se cocinarían a fuego lento los
regulares, los que tendrían la semilla de la bondad, pero, sin que
hubiesen dado los frutos adecuados. En el tercero, el paraíso,
estarían los buenos de verdad, aquellos cuyos pensamientos, deseos y
obras fueran buenos o, al menos, tuvieran una especie de certificado
de honrado arrepentimiento de sus fallos, obtenido mediante
frecuentes confesiones.
Esta concepción espiritual del
presente y del futuro eterno fue devaluándose poco a poco. Puede que
se debiera a un descrédito del catolicismo como consecuencia de
otras cuestiones ajenas a las que tratamos, o quizás por el fuerte
poder que ejercen sobre las conciencias los intereses materiales,
obtenidos con prisa, usando cualquier método y sin tener en cuenta
los daños causados, o posiblemente debido a interpretaciones
interesadas de los textos oficiales que versaban sobre el asunto. El
caso es que hoy cada vez menos personas creen en esta trilogía
eterna e, incluso, en cualquier religión. Y, en concreto, la no
creencia en el infierno ha abierto la puerta a todos los bandidos del
mundo para que entren por ella con todas sus maldades e ignorancias a
cuestas, y que medio mundo tenga que vivir escapando de sus
brutalidades.
Hubo una época en donde, por
influencia de quienes querían dialogar vitalmente con el
catolicismo, se llegó a decir que lo importante no era el carácter
eterno del paraíso, el purgatorio y el infierno, sino que sendos
estados comenzaban en este mundo, y que de lo que se trataba era de
empezar a crear el paraíso en esta tierra, tarea en la que nos
debíamos ocupar todos y, especialmente, la política. Poco duró
este intento. Ahora lo que encontramos por la calle son ciudadanos
individualistas, con fuertes intereses materiales de supervivencia o
de vivencia super, según los casos. Pero el paraíso no aparece por
ninguna parte.
Lo duro es haberse hecho una idea de lo
que podía ser ese paraíso y tener luego que dudar de él, bien
porque en este mundo no hay manera de encontrarlo, o bien porque la
creencia en la vida eterna no encaja bien en nuestra mentalidad
actual.
Y aquí estamos, sin paraíso terrenal,
más bien con un infierno creciente, y con un futuro que no es
alimentado por ninguna esperanza que lo haga atractivo y que nos haga
a nosotros más llevadera la existencia.
Nos han traído a este mundo infernal,
nos hemos quedado solos y hemos cerrado la puerta por fuera para que
no podamos salir. Del paraíso, ni rastro. Buen panorama.