Desde mi más tierna infancia fui
educado con el miedo como el principal criterio. Miedo a mis padres,
a los profesores, a los curas, a los compañeros mayores que yo, al
frío, al qué dirán, a dios, al fuego eterno y a que me fuera a
hacer daño lo que comía. El miedo habitaba en mí y yo, con una
docilidad que asustaba, le daba cobijo sin oponerle la menor
resistencia.
Por fortuna pude cambiar el decorado de
mi vida, ver otros mundos y, sobre todo, descubrir otros criterios,
comprobar las consecuencias de los miedos y aprender a usar otros
elementos más valiosos. Me di cuenta de que el miedo encierra una
dosis muy peligrosa de negatividad que termina afectándote no sólo
a la mente, sino también al cuerpo. También el cuerpo acusa los
impactos del miedo. La mente puede hacer cosas con nuestro cuerpo que
a veces no sospechamos, y el miedo sabe aprovecharse de ello.
Aún no me he quitado de encima del
todo este maldito recurso al miedo ni creo que lo logre en toda la
vida. Maldigo a quienes le meten el miedo en el cuerpo a los niños y
lo usan para amenazar a cualquiera y conseguir lo que quieren. He
aprendido a valorar más lo positivo, lo constructivo, a practicar la
libertad creativa, a creer que casi nunca ocurre lo peor y que,
aunque ocurra, quedan todavía muchas soluciones. Le he perdido el
miedo al miedo y, aunque sus raíces son muy profundas, los frutos
que salen hoy de mi serán mejores o peores, pero están en muchas
ocasiones libres de ese peligroso olor a miedo. Buenas noches.
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