Hay mucho ruido a mi alrededor. Es
ruido de gritos de desesperanzas, de desencantos, de protestas, de
resentimientos, de desahogos, de desamores, de necesidades, de
reivindicaciones, de lamentos, de cortinas de humo narcotizantes, de
hartazgos, de odios, de estupideces y de cualesquiera otras
consecuencias de la falta de racionalidad y de humanidad.
Pero en medio de este ruido
ensordecedor y con una chocante precisión, noto también silencios,
silencios clamorosos, llenos de vacío, como bolsas de nada en medio
de toda esta podredumbre cansina y perenne. Son el silencio de la
verdad, destrozada a dentelladas y oculta en algún lugar
inaccesible; el silencio de los que podrían ofrecer alternativas,
tan necesitadas, tan ausentes; el silencio de los que podrían
consolar a los que sufren una situación que no han previsto y para
la que no tienen medios de subsistencia; el silencio de los ricos, de
los poderosos, de los que ponen el dinero por encima de la vida; el
silencio de los sabios, si es que los hay, que posiblemente estén
hundidos ante la apisonadora del dinero; el silencio de la justicia y
de la igualdad, de vacaciones desde no se sabe cuándo; el silencio
de la educación y de la cultura, víctimas profundas de una sociedad
gobernada por ignorantes interesados; el silencio de la ética, tan
pisoteada, tan ridiculizada.
Sólo oigo sonidos agradables en el
ámbito privado, en mi casa y entre los amigos y amigas que adornan
mi vida con lujos impagables. Ahí siento el privilegio de poder
gozar de un trato humano, cariñoso, reconfortante, amoroso,
placentero, alegre, generoso y con ansias de eternidad. Pero cuando
miro por la ventana, la sonrisa se me vuelve agria y una bola de
dolor se me instala en la garganta. Buenas noches.
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