La vi delante de mi. Era una señora
mayor que apoyaba su brazo izquierdo en una muleta. Yo iba muy
diligente, cumpliendo el mandamiento diario de andar para que el
corazón y sus circunstancias se mantengan a gusto y en paz. La
adelanté pronto. Cuando iba cuatro o cinco metros delante de ella,
oí una voz alta y clara a mi espalda:
—¡Socorro!
Me paré en seco y rápidamente me
volví. Me dio tiempo a pensar en una caída o en un desvanecimiento
repentino. Incluso me pregunté por lo que podría hacer yo en una
situación así. Eché mano, por si acaso, del teléfono móvil que
llevaba en el bolsillo. Comprobé que la señora seguía andando al
mismo ritmo lento que antes.
—¿Qué tal se oye ahora el teléfono, Socorro?
¿Bien? —siguió diciendo como si no creyera en la eficacia del
teléfono para transmitir su voz.
Reaccioné con una mezcla de alegría y
de rabia. La manía de hablar por teléfono a gritos en cualquier
lugar y la torpeza de llamar a las personas con nombres confundentes
se unieron para dar lugar al susto. Ya en los autobuses cambiaron la
inscripción “Ventana de socorro” por la de “Salida de
emergencia”. Esa señora debería ir pensando en cambiar también
su nombre.
Buenas noches.