España huele mal. Veo que los
ciudadanos se acostumbran con facilidad a vivir como si estuvieran
solos en el mundo, dejándose llevar sin criterio por sus apetitos y
por sus ocurrencias, usando mal todo lo público y molestando sin
misericordia a todo el que esté a su alrededor. Y no hablo de las
grandes maniobras de las gentes poseídas por el dinero y por la
codicia, que explotan sin piedad, que quieren acaparar bienes sin
medida y que creen alevosamente que, cuando les interesa, el fin
justifica los medios. Estamos construyendo poco a poco un disparate
de país, cuyas consecuencias sufriremos cada vez más.
Intentando huir de esta peste que nos
persigue por cualquier parte, nos fuimos días pasados al Museo
Thyssen-Bornemisza, a ver una preciosa y muy recomendable
exposición titulada “El Renacimiento en Venecia. Triunfo de
la belleza y destrucción de la pintura”. Está montada de
manera muy didáctica y se puede disfrutar no solo de los cuadros que
se exponen, organizados por temas, sino de la evolución de la propia
pintura veneciana, que aspiraba a plasmar una belleza ideal basándose
especialmente en los colores y en las formas, sin centrarse en los
aspectos devotos o culturales de los mismos. A mi modo de ver, una
muy buena exposición digna de verse.
Pero ver a gusto una exposición es hoy
una empresa bastante difícil. El escándalo con el que uno se
encuentra nada más entrar en un museo te hace muy difícil adoptar
una actitud de tranquilidad, en donde se agudice la sensibilidad y la
mente se muestre receptiva y dispuesta al gozo. Coincidimos esta vez
en el tiempo con dos señoras, muy bien vestidas de mañana, ambas
con caras de catedráticas de algo -o de todo-, que no paraban ni un
segundo de contarse mutuamente sus opiniones o sus ocurrencias, pero
en voz alta, de manera que estábamos, por ejemplo, delante del
enorme cuadro de Veronés, “El rapto de Europa”,
y teníamos que estar escuchando las voces de las señoras, que
repetían una y otra vez profundas expresiones tales como “¡Qué
preciosidad!” o “Es de una belleza sublime, como aquel que
vimos en el viaje a París, que era también estupendo” y cosas
así, que podían perfectamente contarse resumidas al final de la
exposición, en lugar de estar allí como si el museo fuera suyo y
molestando a todo el mundo.
Procuramos alejarnos de tan horteras y
maleducadas señoras y pudimos, durante un rato, ver en paz algunas
salas. Llegamos a la titulada “Belleza y melancolía del
Renacimiento veneciano”. Estábamos delante del cuadro de
Lorenzo Lotto, “Retrato de un joven en su estudio”,
cuando oímos con toda nitidez un ruido discretamente breve, conciso,
pleno de vibraciones, como si para existir hubiese tenido que
atravesar un estrecho, pero denso, desfiladero a través del cual el
paso fuese difícil y problemático. Era un ruido que recordaba
experiencias vividas por todos, aunque nunca en un museo, porque eran
más propias de la más personal intimidad. Fue una irrupción
sorprendente, inusitada, inesperada, rompedora, chocante, de esas que
te paralizan un instante, que te hacen mirar de reojo y sospechar de
cualquiera, porque estás ante una de esas ocasiones en las que estás
seguro de que has oído un ruido, pero que no lo has producido tú.
Me acerqué a mi acompañante y enseguida me preguntó qué había
sido ese ruido. “Yo creo que un pedo”, le dije. “Yo
también lo creo”, me contestó. Como estábamos a un par de
metros de distancia, me preguntó, como intentando empezar a rechazar
hipótesis y a centrar la situación: “Tú no habrás sido,
¿no?”. Rápidamente le contesté, levantando discretamente las
palmas de las manos en señal de inocencia, “No.No. ¡Qué coño
voy a ser yo!”. Hicimos como que habíamos terminado de ver el
cuadro y echamos una mirada como de soslayo a la sala. No había casi
nadie en aquel momento, pero relativamente cerca de nosotros había
una señora, un poco entrada en carnes, hablando por el teléfono
móvil. Ya se sabe -bueno, más bien, no se sabe- que el teléfono
móvil hace que desconectemos de la realidad cercana, que cuando lo
usamos no seamos conscientes de por dónde andamos, ni del volumen al
que hablamos, ni de lo que hacemos con las manos. Posiblemente haya
también una relación entre el uso del móvil y la relajación de
los esfínteres. No había ninguna otra persona a una distancia tal
que sus bajos vientos pudieran sonar como el que oímos, así que
supusimos que, una vez más, el móvil había jugado una mala pasada
a la señora y a los que en ese momento coexistíamos con ella. Una
señora tirándose un sonoro pedo en un museo. Una señora hablando
por el móvil en una exposición. Así andamos.
Después de comer, fuimos al Museo
del Prado, a ver otra magnífica exposición, abierta hasta el 4
de septiembre. Se trata de los “Tesoros de la Hispanic
Society of America”. Es espectacular, de temática diversa
y de una calidad excepcional. Contiene una selección de lo que el
hispanista Archer Milton
Huntington reunió durante la primera mitad del siglo XX
en su museo de Nueva York y que constituye la colección de arte
español y de América Latina más importante fuera de la Península
Ibérica. Contiene piezas, de un enorme valor artístico y monetario,
de todas las épocas históricas, con cuadros del Greco,
Zurbarán, Velázquez o Goya. En la planta
superior hay una impresionante -no creo que haya otra igual-
colección de retratos, la mayoría realizados por Sorolla y
por Zuloaga, de los intelectuales del momento que vivió el
coleccionista. Me parece que no hay que perdérsela.
Mientras estuvimos en el museo tuve que
pedir que se echara a un lado a un tipo que se había puesto a
chatear delante del cuadro que me tocaba ver, y lo mismo a dos
señoras, una de las cuales le enseñaba a la otra las fotos de sus
nietos en el móvil, que se habían instalado para ello delante de un
precioso y espectacularmente luminoso cuadro de Santiago Rusiñol.
También le tuve que sisear a dos individuos que se sentaron delante
de un vídeo sobre la vida del coleccionista, pero que hablaban como
si estuvieran en un estadio de fútbol. Una vigilante tuvo que hacer
lo propio en otra sala. Como ya he dicho, así andamos.
Aunque había mucho más que ver, ya
estábamos bastante cansados, de manera que decidimos volver a casa.
Teníamos que tomar un autobús en el centro de Madrid y nos pusimos
en la cola. Allí comprobamos que la vida es sorprendente, que te
puede obsequiar, a veces, con situaciones nunca experimentadas y que,
aunque la vida puede ser bonita, este mundo es cada vez más una
mierda. Supongo que la rueda de la fortuna no tiene por costumbre
pararse dos veces en el mismo lugar o ante las mismas personas, pero
sí sé que en ocasiones la desgracia se ceba sin compasión en
quienes le parece oportuno hacerlo.
Antes de que el conductor del autobús
abriera la puerta para que entrásemos las diez o quince personas que
estábamos esperando, más cinco o seis adolescentes, que están
adoptando la costumbre de no ponerse en ninguna cola, oímos otro
ruido, de esos que reconoces con facilidad, de los que huyes siempre
porque no suelen venir acompañados de nada bueno, de los que no
esperas encontrar en los lugares públicos. Oímos el ruido, nos
miramos y uno de los dos dijo. “¿Será posible?”
Sí. Era posible. Más que posible, era real. Era lastimosamente
real. Aunque te cueste trabajo admitirlo, amable lector, la señora
que estaba delante de nosotros en la cola se había tirado otro
sonoro pedo, pero esta vez acompañado de un nauseabundo olor que
recordaba unas coles de Bruselas cercanas a la corrupción, o un
pescado sacado del mar hace un mes y almacenado por pura codicia, o a
un repollo tragado sin masticar y cocinado con todo el cinismo del
mundo. Sí, amable lector, fueron dos pedos en el mismo día, pero
sabiamente repartidos: uno, por la mañana, y el otro, por la tarde.
Solo que el último trueno venía acompañado de una lluvia de olor a
mierda que, unido a todos los episodios vividos en pocas horas y a
todo lo que se ve, si se mira, en cualquier lugar, te hace pensar en
buscar refugio, en huir, en que este mundo no funciona y en que
-entiéndelo como quieras- este país huele mal, muy mal.
Buenas noches.