Era un lugar exclusivo, un bar de moda,
con una decoración muy cuidada que recordaba el Amazonas o a
cualquier otra selva. Lo llenaba una buena colección de gente guapa.
Los precios estaban a la altura de las circunstancias o un poco más
arriba. El carácter exclusivo -de excluir- lo noté en seguida, con
una sensación sobrevenida de haberme sumergido en un ambiente
impersonal, frío, distante, ajeno. Era uno de esos sitios que la
sociedad genera para que los ricos militantes y quienes quieren
parecerse a ellos se encuentren a gusto en un mundo privado, lejos de
la gente corriente.
Los clientes hablaban alto y tomaban
sus bebidas de media tarde. Los camareros estaban serios. Tardaron en
atendernos. Tenían aspecto de estar ocupados en bastantes más cosas
que las de proporcionar al cliente lo que le pedían. El tercero que
pasó por allí se paró y le pudimos decir lo que queríamos. Nos lo
puso gélidamente, mecánicamente, como lo podría haber hecho un
robot cualquiera. Lo sirvió mal, sin el menor cuidado, sin estar a
la altura, ni de lejos, de lo que nos iba a cobrar.
—Ah, por favor, ¿me pone también un
vaso de agua?
Se lo dije para tener una visión más
completa del lugar. Me miró y no dijo nada. Siguió sirviendo las
copas, sin pinzas, tomando las cortezas de limón con los mismos
dedos que los billetes, sin medidor, a ojo, sin ninguna atención a
las burbujas, con rapidez. En cuanto terminó, me dijo que en seguida
traerían la cuenta.
—Y póngame, por favor, el vaso de
agua.
No me miró. Siguió con sus labores en
el interior del mostrador. Después de unos pocos momentos me trajo
la cuenta. El susto fue de la magnitud de lo esperado.
—¿Me pone el vaso de agua, por
favor?
Por fin, a la tercera, me puso el vaso
de agua. Lo que para mí era una prueba de amabilidad, para él fue
una ocurrencia impropia de un cliente de tan fastuoso bar.
Miré bien el bar. Del techo colgaban
infinidad de hojas verdes. No sé si eran naturales o artificiales,
ni si las limpiarían alguna vez. Los camareros ni de lejos se
morirán de risa, ni siquiera les saldrán arrugas por sonreír. Los
clientes seguían a lo suyo, vestidos de buen ver. Una señora barría
constantemente el suelo. Pasaron varios señores trajeados, con
auriculares en las orejas y, lógicamente, muy serios. Parecía que
les importaba algo, pero no los clientes. Miraban al infinito o por
ahí. Al rato, después de tomar las copas, nos fuimos. No creo que
volvamos. No nos merecemos ese local.
Buenas noches.