sábado, 22 de junio de 2019

Buenas noches. Exclusivo




Era un lugar exclusivo, un bar de moda, con una decoración muy cuidada que recordaba el Amazonas o a cualquier otra selva. Lo llenaba una buena colección de gente guapa. Los precios estaban a la altura de las circunstancias o un poco más arriba. El carácter exclusivo -de excluir- lo noté en seguida, con una sensación sobrevenida de haberme sumergido en un ambiente impersonal, frío, distante, ajeno. Era uno de esos sitios que la sociedad genera para que los ricos militantes y quienes quieren parecerse a ellos se encuentren a gusto en un mundo privado, lejos de la gente corriente.

Los clientes hablaban alto y tomaban sus bebidas de media tarde. Los camareros estaban serios. Tardaron en atendernos. Tenían aspecto de estar ocupados en bastantes más cosas que las de proporcionar al cliente lo que le pedían. El tercero que pasó por allí se paró y le pudimos decir lo que queríamos. Nos lo puso gélidamente, mecánicamente, como lo podría haber hecho un robot cualquiera. Lo sirvió mal, sin el menor cuidado, sin estar a la altura, ni de lejos, de lo que nos iba a cobrar.
—Ah, por favor, ¿me pone también un vaso de agua?

Se lo dije para tener una visión más completa del lugar. Me miró y no dijo nada. Siguió sirviendo las copas, sin pinzas, tomando las cortezas de limón con los mismos dedos que los billetes, sin medidor, a ojo, sin ninguna atención a las burbujas, con rapidez. En cuanto terminó, me dijo que en seguida traerían la cuenta.
—Y póngame, por favor, el vaso de agua.

No me miró. Siguió con sus labores en el interior del mostrador. Después de unos pocos momentos me trajo la cuenta. El susto fue de la magnitud de lo esperado.
—¿Me pone el vaso de agua, por favor?

Por fin, a la tercera, me puso el vaso de agua. Lo que para mí era una prueba de amabilidad, para él fue una ocurrencia impropia de un cliente de tan fastuoso bar.

Miré bien el bar. Del techo colgaban infinidad de hojas verdes. No sé si eran naturales o artificiales, ni si las limpiarían alguna vez. Los camareros ni de lejos se morirán de risa, ni siquiera les saldrán arrugas por sonreír. Los clientes seguían a lo suyo, vestidos de buen ver. Una señora barría constantemente el suelo. Pasaron varios señores trajeados, con auriculares en las orejas y, lógicamente, muy serios. Parecía que les importaba algo, pero no los clientes. Miraban al infinito o por ahí. Al rato, después de tomar las copas, nos fuimos. No creo que volvamos. No nos merecemos ese local. 

Buenas noches.



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