No había grandes cosas que ver, salvo
la fuerza alegre del Sol en todo su esplendor. Por eso me dediqué a
ver las pequeñas, las cosas pequeñas, sobre todo el atractivo color de las pequeñas hojas de los árboles. Para hacer que venga
el invierno con elegancia, las hojas se visten de esos tonos
marrones, cercanos al dorado, propios de la madurez, de la
generosidad, de las cumbres otoñales, caen como sólo ellas saben
hacerlo y ceden el paso a lo nuevo que venga. Como en tantas cosas en
la vida, a veces hay que morir para que nazca lo nuevo, hay que negarse para
que aparezca lo positivo. Buenos días.
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