Hay muchas personas de derechas -de las
que se reconocen como tal y de las que, siendo de derechas, se creen
que son de izquierdas- que defienden que han caído las ideologías,
que ya todas son iguales y que es, por tanto, lo mismo votar a un
partido que a otro. O no votar, que es el verdadero objetivo de esta
maniobra. Cierta izquierda, siempre tan exigente y tan delicada, se
desmoviliza pronto y se apunta fácilmente a esas simplezas tan
peligrosas de que todos son iguales y consignas similares escasamente
pensadas. Con esta maniobra de decir que el sistema ha caído -ya lo
defendía el franquismo-, de que da lo mismo una cosa que otra -se lo
he oído decir a algunos como si fuera el gran descubrimiento del
siglo- y que, hagas lo que hagas, no hay remedio, se le sigue
entregando el poder a la derecha -que vota siempre, porque tiene
mucho que defender- y, con tanta abstención, se va construyendo un
camino muy eficaz para que venga el dictador de turno a salvar el
país, sometiéndolo a sus designios. Este es uno de los negros
nubarrones que tenemos encima y que parece que nadie quiere alejar.
Es cierto que en cuando a la producción
de bienes, la derecha y la izquierda se sitúan dentro del marco del
capitalismo, si bien éste puede ser interpretado de manera más o
menos salvaje. Pero en lo que se refiere a la distribución de la
riqueza y a las políticas sociales, las diferencias entre la derecha
y la izquierda son tan evidentes que quien no quiera verlas podría
ser tachado sin posibilidad de error de ciego voluntario.
Pero hay una diferencia entre ambas
formas de entender la vida y el mundo que se está poniendo estos
días de manifiesto, a mi juicio, con bastante claridad. Me refiero a
las relaciones internas entre los miembros de los grupos políticos y
al tratamiento que se les da cuando expresan sus opiniones en
público.
Los políticos de la derecha suelen apoyarse entre sí, no
sé si porque les interesa o para fortalecer sus propuestas. Al
final, como son fundamentalmente individualistas, acaban siempre mal,
enfrentados entre sí y sacando al aire sus vergüenzas, pero, en
principio, trabajan en común y dan la impresión de pertenecer al
mismo grupo. En cambio, en cuanto en la izquierda sale una persona
nueva, o hace en público alguna crítica -eso que es tan de
izquierdas y que la derecha nunca hará- o se atreve a hacer alguna
propuesta novedosa, cae sobre ella el peso de la sospecha, de la
desconfianza y de las interpretaciones tendenciosas de lo que ha
dicho y de por qué lo ha dicho. Es como si lo nuevo, lo distinto o
lo atrevido no tuvieran cabida en la izquierda de este país y
cualquiera tuviera que pagar sin compasión su osadía de expresar en
público sus opiniones críticas. Los casos de Beatriz Talegón y de
Alberto Garzón son suficientemente ilustrativos de lo que quiero
decir. Convendría que nos fijáramos en el funcionamiento interno de
los partidos en otros países y ver un poco de lo que ocurre
allí. Las críticas que le hacen a Cameron en el parlamento británico podrían servir, quizás, de ejemplo.