El machismo, fiel a su interés de
dominación y explotación, se ha empeñado siempre en dividir a las
personas según su sexo y en asociarles unas funciones sociales
determinadas a cada uno de los grupos resultantes. Surgieron así el
género masculino, que aglutinaba los valores considerados
superiores, como la capacidad de mandar, la fuerza, el ostentar la
representación de la familia y la toma de decisiones. Su ámbito era
y es el de lo público y teóricamente es el que racionaliza la
realidad y está preparado para enfrentarse a las situaciones más
difíciles. A su lado, el género femenino, el que según los
machistas es propio de las mujeres, es el mundo de lo emocional, de
los sentimientos, de lo privado -en donde no tiene por qué haber
publicidad de lo que en él ocurra-, de la docilidad, la comprensión,
la dulzura y la obediencia. El machista entiende que el hombre
razone, pero duda de que la mujer pueda hacerlo con eficacia. En
cambio, las cuestiones sentimentales son cosas de mujeres, que saben
expresar bien el cariño y que son capaces de llorar con facilidad,
cosa que los hombres no deben hacer nunca.
La vida, así, se convierte en una obra
de teatro con dos grandes papeles que representar: el de los hombres
y el de las mujeres. Desde pequeños, los machistas acostumbrarán a
los niños a que vayan conociendo y adoptando el papel que
desempeñarán en el futuro, con vestimentas y juguetes adecuados, y
a las niñas igual, pero con vestidos y juguetes bien distintos, más
cercanos a su género. Así hemos sido educados casi todos.
Lo que yo defiendo y lo que he
pretendido siempre y sigo pretendiendo es hacer saltar esta absurda
dicotomía, que lo único que hace es explotar a las mujeres y que
impide que surja un mundo igualitario, agradable de vivir y en el que
pueda crecer la semilla de una humanidad justa. Esto hay que lograrlo
en la sociedad, pero también en lo personal. Los valores del género
masculino son buenos, así que hay que integrarlos en la propia
persona. Pero los del género femenino, también, por eso hay que
integrarlos igualmente. ¿Por qué un hombre no puede ser
comprensivo? ¿Por qué un hombre no va a poder ser dulce, y cariñoso
y dócil, si es conveniente serlo, y obediente, si es lo que procede
ser? ¿Por qué el hombre no va a participar trabajando también en
el ámbito de lo privado? ¿Por qué no va a poder planchar, y coser
y cocinar? ¿Por qué no va a poder llorar? ¿Por qué la mujer no va
a poder mandar, razonar, dirigir, opinar y hacer exactamente lo mismo
que haga el hombre?
Creo que en nuestras propias vidas,
tengamos la edad que tengamos, y en la educación que podamos aportar
a los demás, hay que romper estos esquemas tan interesados y
centrarse en que somos seres humanos, todos con los mismos derechos,
todos insertos en un mundo de igualdad. Y los valores y los derechos
que tengamos en ese mundo no deben ser considerados ni masculinos ni
femeninos, sino humanos. Los criterios sexistas y de género lo único
que producen es injusticias e infelicidad.
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