Lo he pasado mal, como me imagino que casi todo el mundo, con este virus invasor que nos ha quitado la paz y nos ha cambiado la vida cotidiana. Parece que la crueldad de sus efectos va reduciéndose, pero aún estamos en momentos de no bajar la guardia, de ser muy prudentes y de evitar cualquier rebrote que sería física, mental, social y económicamente trágico.
En lo que a mí respecta, lo he pasado mal porque soy de los que tengo algún factor de riesgo que podría agravar los efectos de una eventual infección. Por eso, desde el primer momento, agradecí a quienes estaban intentando, de la mejor manera que sabían, vencer una enfermedad desconocida, imprevista y pavorosa. El personal sanitario ha dado -y lo sigue dando- lo mejor de sí, al igual que todos los trabajadores de servicios y, en mi opinión, el gobierno de la nación, con sus errores y sus aciertos, pero con su innegable buena intención. No puedo decir lo mismo ni agradecer nada a quienes -instituciones e individuos- atesoraban como única misión la de poner palos en la rueda de quienes tenían la responsabilidad de procurar salvarnos. No voy a perder tiempo en hablar de ellos, salvo para decir que nunca olvidaré el detalle.
No sé si seré algo iluso al afirmar que es posible que el Covid-19 haya tenido un aspecto positivo. Me refiero a que ha logrado que hijos y padres hayan tenido que convivir en casa mucho más tiempo del que habitualmente lo hacen. Me pregunto si los padres habrán aprovechado ese tiempo extra de convivencia para educar a sus hijos o si, por el contrario, habrán optado por pasar el rato de manera agradable, a la espera de que una normalidad, la que fuere, se apoderara de nosotros.
Ignoro lo que cada cual habrá hecho, pero solo he oído hablar del arduo teletrabajo de los profesores que, a través del ordenador, intentaban hacer algo parecido a lo que hacían en clase. Y que los padres y madres intentaban ayudar a que salieran bien las raíces cuadradas y los problemas de todo tipo. O sea, que participaban como podían en la instrucción de sus hijos y procuraban que sacaran buenas notas. Sin embargo, la instrucción no es la educación. Este es un gravísimo error que, en mi opinión, venimos arrastrando desde hace ya demasiados años.
Educar a un hijo no es lograr que sepa hacer raíces cuadradas ni que logre situar bien en el mapa los Picos de Europa. Educar es intentar que razone sobre los valores que merece la pena poner en práctica en la vida, las normas que se deben cumplir y las costumbres que conviene adoptar para hacer que la estancia en este mundo sea la mejor posible para todos. Se trata de razonar, de obtener un criterio racional compartible y argumentable, no de obligar ni de imponer, porque si se obliga y se impone, lo que se suele obtener es o bien autómatas obedientes, pero sin un criterio justificado, o bien seres hartos de no pintar nada, que huyen de lo que se les dice y se refugian en el polo opuesto al deseado. El único método humano de educar a seres humanos es el de razonar en común, sin que nadie se acostumbre a guiarse sólo por sus intereses, sus caprichos o sus ocurrencias.
Espero que no se deduzca de aquí que haya que hacer tesis doctorales para educar a un hijo. Ni mucho menos. Se trata más bien de mantener, aparte de una buena voluntad, una actitud racional, que muchas veces se materializa en la búsqueda en común de argumentos que les sean útiles tanto a quienes son educados como a los que educan.
Conozco a muchas personas con poca instrucción, pero con una buena educación, a quienes, por ejemplo, nunca los acostumbraron a satisfacer a toda costa sus caprichos, a imponer a los demás sus opiniones ni a obligar a nadie a dejar de ser libre. Fueron educados por unos padres que, además de buena voluntad, sentían que eran uno más en un mundo que era de todos, aunque siempre hubiera quienes por razones sociales o económicas no se sintieran parte de ese mundo, sino de otro demasiado exclusivo.
Y conozco también a muchas personas muy instruidas, pero mal educadas, que tienen aspecto de seres humanos, pero que no actúan como tales, sino como pequeños dictadores o grandes creídos que se sienten superiores a los demás. Estos serán probablemente incapaces de educar humanamente a nadie porque carecen de la actitud necesaria para educar a alguien.
Y están también los despistados, los tibios, los que dicen que los hijos se educan solos, los que no se enteran ni de qué va la instrucción ni la educación, ni les importa ni tienen conciencia de lo que significa ser padre y ser hijo. Tienen hijos porque los tiene todo el mundo, les dan de comer y los visten porque entienden que es su obligación y los llevan a una escuela -si es de pago, mejor, así se quedan más tranquilos- porque creen ingenuamente que en ella los van a educar. Ahora, sin escuela, no sé qué estarán haciendo.