Uno va al teatro a contemplar
-etimológicamente, 'teatro' significa 'lugar de la contemplación'-
una parte de la vida, expuesta de la manera en que el autor y el
director de la obra de teatro quieren expresarla. Hay obras que se centran más
en el texto y se tiene en ellas la oportunidad de pensar con
detenimiento sobre cosas que pasan en el mundo. Otras resaltan más
los aspectos divertidos de la vida. Otras se detienen en los valores
estéticos -principalmente, en la belleza-, que de manera más o
menos evidente ofrece la realidad. Y hay obras que tienen un poco de
todo: motivos para pensar, para reír, para gozar y, especialmente,
para sentir que es posible la creación artística y que la
contemplación del arte es una de las formas humanas más
reconfortantes de las que podemos disponer. Una de estas últimas es El gran
teatro del mundo, el auto sacramental de Calderón de la Barca,
versionado y dirigido por Carlos Saura, quien ha intentado y, a mi juicio, ha
conseguido acercar al siglo XXI los elementos más asumibles hoy de
la obra escrita en el siglo XVII, a los que ha añadido su particular
interpretación de lo que el autor barroco dijo.
Después de ver la obra, que se
representa en las Naves del Español, del Matadero, en Madrid, uno se
queda con la impresión de que todo en ella está bien hecho. Los
actores, en papeles dobles, puesto que actúan como personajes y, a
la vez, como personajes que ensayan una obra, están perfectos. Teniendo en
cuenta que la mayor parte del texto está en verso, esto dice
mucho y bien de ellos. Una de las características de los autos
sacramentales es el carácter alegórico de los personajes. Esta figura consiste en que un
concepto general, como, por ejemplo, el de la justicia, es
representado en ellos por un personaje que, por su atuendo o por su
manera de ser, simboliza y recuerda las características de ese
concepto. Para que este recurso funcione, tiene que existir una conexión profunda entre el actor o la actriz y su vestuario. Si
se repasan cada uno de los personajes de la obra que comentamos, observamos el
cuidado, el detalle y la elegancia con los que han diseñados, de
forma que pueden ser reconocidos con facilidad y con gusto por un espectador actual. Los tipos
de la Discreción, la Hermosura, el Mundo, el Pobre o el propio
Calderón, por no decir que los de todos los personajes de la obra,
están construidos con una sencillez clara y, a la vez, con un poder
simbólico evidente.
En cada momento de la obra se observa
la presencia de la mente poderosa de Carlos Saura. En mi opinión, Saura es un señor
que ha logrado perfectamente la madurez de un ser humano, es decir,
ha logrado conquistar, con los años, su juventud. Lleva dentro un
niño, que ha ido educando poco a poco y que saca a pasear de vez en
cuando, sobre todo cuando tiene que trabajar y crear arte, sea éste del tipo
que sea. Da la impresión de que tiene claro que vivir es crear y
que, si alguna vez no lo es, entonces la vida se vuelve aburrida y no
merece la pena contarla. Sabido es, sin embargo, que a los viejos de mente, sean cuales sean los años que tengan, no
les gustan los niños de mucha edad, pero este es otro asunto de
difícil solución.
Todo en esta obra de Calderón/Saura,
cada escena de la representación, es sorpresa, provocación, luz,
belleza, invitación al disfrute, respeto crítico por lo bueno
existente, espectacularidad, agilidad, calidad y variedad -en la obra
hay personajes que hablan, pero también efectos especiales, luces,
vídeos espectaculares, contraluces, música clásica, una saeta, la voz de Mercedes
Sosa... Todo es sencillo, pero sorprendente. Todo parece estar bien
hecho. Todo aparece bajo el prisma de Carlos Saura, lo cual puede ser
un aliciente para unos y una garantía de fracaso ya previsto para
los menos dados a las novedades. En este caso, ellos se lo pierden.
Tengo la sospecha de que todavía hay
muchas personas que no acuden al Matadero porque creen que está
demasiado lejos y que para ir, hay que hacer un viaje poco menos que
de media distancia. No es así. Es un lugar muy bien comunicado y que
ofrece alicientes suficientes como para pasar en él toda una tarde.
Por eso creo que no debería ser éste un impedimento para acudir a
ver esta obra que tiene la suficiente fuerza como para hacer olvidar
al espectador lo que traía en la cabeza cuando entró en el teatro.
El gran teatro del mundo, de Saura, tiene el poder de
secuestrar la mente del espectador durante una hora y media escasa y
de convertir al teatro, no sólo en un lugar de contemplación, sino,
sobre todo, en un buen rato de disfrute.