Me parece que somos de pueblo y que
jamás hemos salido de él. Tenemos una mentalidad pueblerina,
cateta, con unos muros enormes en las lindes que nos impiden ver nada
de lo que hay más allá de ellas.
Creemos que somos el centro del mundo,
lo más importante, lo único que merece la pena. Nos ocurre con el
pueblo, pero también, y, sobre todo, con nosotros mismos. No es que
nos queramos mucho, es que nos adoramos, hasta el punto de prescindir
estúpidamente de todo lo que ocurra más allá de este pequeño
pueblo que es nuestro insignificante mundo, nuestra tambaleante vida.
Ni cuando un virus insolente, como el
ébola, se atreve a cruzar nuestras fronteras e instalarse en el
pueblo, salimos de nuestra estrechez mental y vital. No nos importa
que más allá del pueblo, en África, haya más de ocho mil
infectados por el virus que llevan la enfermedad en condiciones
lamentables. Ni nos apiadamos de un vecino al que las malas
condiciones en las que le hacían trabajar hicieron que contrajera la
enfermedad. Lo único que deseamos es que no nos toque a nosotros. Lo
único que se nos ocurre sentir no es ni solidaridad, ni respeto,
sino miedo, esa horrible vomitadura producida por nuestra propia
inferioridad, por nuestra pueblerino sentimiento de limitación. Que
no me toque a mí, ni a mi familia, ni a mi pueblo. Si le toca a
otro, mala suerte. Eso es lo que sentimos sin pensarlo.
Realmente somos de pueblo, cortos de
vista, humanamente pobres.
Buenas tardes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Puedes expresar aquí tu opinión.