El neoliberalismo imperante (de Imperio) nos ha enseñado que todo vale y que, por tanto, cualquier cosa puede hacerse de cualquier manera. “¿Quién me va a decir a mí cómo tengo que conducir?”, dijo en su momento el emperador Aznar en una bodega. “¿Quién me va a decir a mí dónde tengo que pasar el confinamiento y cómo me tengo que poner la mascarilla?”, diría hoy. De hecho, muchos de los que, con gran aplicación, han aprendido a ser neoliberales hasta durmiendo es lo que hacen. Y los demás hemos soportado como quien oye llover el engrandecimiento de esta degradación humana. Hoy vivimos sus efectos, no sé di directos o colaterales. Puedes pulsar sobre la siguiente noticia y leerla.
El riesgo de la relajación: los brotes se están produciendo en todas partes
Foto tomada de El País.
Hoy, además, me he dado un madrugón enorme para esperar a un operario que vendrá a solucionar alguna inoportuna avería.
Y ayer, un desagradable episodio menor con un empleado de los que atienden al público. Antes, cuando el capitalismo no había adquirido las características salvajes que luce hoy con desparpajo, era el cliente “el que tenía razón”. Daba igual que la tuviera o no, porque de lo que se trataba era de no perderlo y de que, dado que era quien pagaba, era mejor tenerlo contento. Hoy, como al parecer vale todo y el cliente debería seguir la máxima de “paga y calla”, cualquiera, sea el dueño o el último empleado, se siente con el derecho de contarle al cliente la primera milonga que le venga a la boca, sea una historia razonable o una muestra de ignorancia, de falta de educación o de ambas cosas. Como todos han visto y oído que al cliente se le puede tomar por tonto -o por ignorante, porque creen que todos somos como ellos- cualquier disparate o impertinencia les vale, porque hay mucha gente que se los traga. O no, claro.
Ayer fui a recoger un papel a una oficina. Me lo dieron. Como ha ocurrido las últimas veces que he ido al mismo lugar, el papel estaba mal hecho, con lo cual, le pedí al empleado que me lo hiciera bien. Era nuevo en el puesto y lo traté con consideración, pero el tipo se envalentonó y empezó a excusarse -o algo parecido- con unas historias absurdas, en las que le daba la vuelta a la realidad y se quedaba tan tranquilo. No sé si estaba acostumbrado a leer bulos y a contarlos después o sentía la necesidad de tener razón de cualquier manera, pero, ante los disparates que me estaba contando, le tuve que parar los pies y aclararle de la mejor manera que pude cuál era mi situación -que se atrevió a poner en entredicho- y en qué consistía el papel que tenía entre manos, que declaraba como prácticamente inservible. El asunto medio se resolvió, pero no de la mejor manera posible. No les voy a dar más oportunidades. Ellos verán.
A veces me siento como un marciano en Venus, como un pez en una tinaja, como un artesano en una fábrica, como un emigrante en tierra extraña, como un yo rodeado de yos, pero sin tús. Serán efectos colaterales.