Comes en un lugar, pero posiblemente trabajes en otro, y duermas en otro diferente. Puede que tu familia esté repartida en varias ciudades, lo mismo que tus amigos.
En realidad, tu mundo abarca mucho más que el lugar en el que naciste o en el que tienes tu residencia. Tu mundo, nuestro mundo, no debería tener límites, porque la vida no los tiene, ni el ser humano, tampoco. Cuanto más reduzcamos los límites en los que nos movemos o entre los que concebimos la realidad, más pobre será nuestra vida. Me refiero no solo a los límites físicos, sino también a los mentales, a los ideológicos y a los que intentan cerrar nuestra manera de contemplar el mundo y de aceptar todo lo que es diferente de nosotros.
Somos seres que estamos siempre por hacer. El mundo está permanentemente por hacer. La vida está, por definición, por hacer. Si caemos en el tremendo error de pensar que hay algo que ya está hecho del todo, será porque la vejez, quizá algo prematura, nos ha dejado abierta la puerta de la infelicidad y, como ingenuos fracasados sin saberlo, hemos entrado por ella.
El ser humano es un eterno aspirante a ser ciudadano del mundo -no solo del pueblo ni solo de una nación-. Ninguna frontera, de ningún tipo, debe penetrar en nuestra mente. Cada día tenemos el compromiso vital de crecer en la consecución de esa ciudadanía, aunque estemos convencidos de que al final nos quedaremos en el camino.
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