Ya falta menos para irme.
Para irte ¿a dónde?
Para dejar ya esto. No creas que tengo ganas de irme. No tengo ninguna, pero ya lo veo venir.
La señora tiene ochenta y tantos años. Es esa mezcla de niñez y de vejez tan común en algunas personas de edad avanzada. Estaba algo asustada y transmitía con sus palabras una angustia contenida que parecía pedir un poco de cariño o de sosiego. A mediodía había sufrido un duro episodio de ahogo debido a la confluencia de un trozo de alimento y un deseo incontenible de hablar para decir lo que necesitaba imperiosamente decir y poder satisfacer su pequeño gran ego. El trance le dejó la garganta maltrecha y las ganas de volver a comer, ausentes.
Me salía cogerle la mano o acariciarle la mejilla, pero las circunstancias no son las idóneas y me contuve.
No hay que pensar en estas cosas, M. Hay que vivir el día a día. Cuando nos levantamos cada día tenemos que alegrarnos de poder vivir el milagro de un día nuevo.
Me miraba como quien busca algo, pero sin saber muy bien qué, como quien necesita algún consuelo, pero no tiene esperanzas de encontrarlo.
Cada día es un regalo de la vida y hay que vivirlo de la mejor manera posible. Tenemos que llenarlo de cosas agradables, que nos gusten, y disfrutar de todo. Y si es posible que los demás disfruten un poco, estupendo. Si le echamos un poco de alegría a la vida, aunque no tengamos nada de lo que alegrarnos, cada día resultará más bonito.
Si, ya, pero...
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