La envidia es negra. Tiene garras. Le
gustaría atacar a su presa, desgarrarle la piel y sacarle de cuajo las
entrañas para dejarlas luego tiradas en el camino. La mayor parte de
las veces no puede hacerlo. Entonces dirige sus garras hacia su
propia mente y la va destrozando poco a poco, engullendo sus propios negros
pensamientos, bebiendo su propia bilis y dejando que su asco asome
por una de las comisuras de sus labios mordidos por la desesperación.
Como propugnaba Dante, habría que coserles los ojos para que no
sintieran el placer de ver caer alguna vez a alguna de sus víctimas. Poco
arreglo tiene el envidioso, mientras no sea capaz de liberarse del
odio del que mana esa envidia.
Buenas noches.
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