Hace un par de años vi a una chica por
el centro de Madrid con un enorme cartel de tela en las manos en el
que decía: “Se dan abrazos gratis”. Iba andando por la calle
mostrando este mensaje y de vez en cuando alguien se paraba delante
de ella, se sonreían y se daban un abrazo. La mayoría pasaba de
largo. Si, en lugar de abrazos, hubiese regalado pinchos de
tortilla, estoy seguro de que muchas más personas se hubiesen acercado a
recogerlos.
Me acordé de este episodio contemplando uno
de estos días la magnífica exposición de fotografías de la gran Isabel
Muñoz que puede verse en Madrid, en Centro Centro,
en la Plaza de Cibeles, hasta el día 1 de octubre, y que se titula
“El derecho a amar”. Una de las fotos muestra un
grupo de asiduos a un café, en el cual había una chica que a todos
los clientes que entraban, fuesen conocidos o no, les daba un abrazo
y les presentaba a los clientes habituales. Logró de esta manera
crear un conjunto de personas, cada una de ellas con su problemática
vital a cuestas, que terminaron conociéndose y queriéndose. El
abrazo une, incluso después del abrazo, a quienes tienen
sensibilidad para valorar el humanísimo acto de abrazarse.
No hace mucho estuve viendo en el
Teatro Pradillo la obra de Valeria Alonso “La
Piel”, que interpreta magistralmente Teresa Rivera.
En un momento de la obra, la actriz invitó al público a que -igual
que ocurre en las misas católicas, en las que los asistentes se dan
la paz y, entonces, se besan, se abrazan o, de alguna forma, se tocan- los que estábamos en la sala del teatro nos besáramos y nos
sintiéramos allí vivos y cercanos. En general, los asistentes
reaccionamos bien, incluso con alegría, pero observé a alguna
persona que ni se levantó, quizá porque, en su tinglado vital, el
contacto físico no le interesara demasiado.
Creo que el abrazo tiene un enorme
poder físico, necesario y sano, de expresión y de comunicación,
porque pone en un contacto peculiar, cargado de emociones, de ideas y
de vida, a dos personas, pero también posee una gran fuerza
simbólica, porque da a entender en la práctica una manera de estar
en el mundo. El abrazo materializa y muestra la relación real que,
de hecho, tenemos todas las personas. Vamos por la vida, cada vez con
más frecuencia, como si fuéramos seres individuales -cada vez más
individualistas-, pero el abrazo nos debería invitar a romper ese
aislamiento inhumano y a devolvernos a un mundo, a la vez, más
natural y más cultivado. Todos estamos, lo queramos o no, relacionados
entre sí. Nunca un sentimiento, por pequeño que sea, debería
quedarse escondido en ningún recoveco de la mente. Jamás deberíamos
dejar de dar un abrazo ni, mucho menos, de recibirlo.
Buenas noches. Y un abrazo.