Fueron, en realidad, unas
antivacaciones en un verano dominado por una mezcla extraña de
necesidad, de improvisación, de continuos viajes más o menos
forzados, también de ratos agradables y placenteros, pero seguidos
pronto por rutinas pesadas y por comportamientos obligados.
En medio de ese ir y venir, tuvimos que
ir un día a unos grandes almacenes situados en una zona
económicamente potente. Paseábamos tranquilamente por los pasillos
con la intención de subir al piso superior cuando, de repente, oímos
los gritos de una niña procedentes de una rampa inclinada de bajada
que desembocaba unos pocos metros delante de donde estábamos. Con un
susto grande observamos cómo un individuo con una discapacidad, en
principio, sólo física, montado en una silla de ruedas, descendía,
a toda velocidad y apoyado únicamente en las ruedas traseras, por la
rampa de bajada. Al llegar al suelo de la planta en donde estábamos,
forzó un derrape para lograr frenar su marcha. Por fortuna no pasaba
nadie por allí, pero el accidente, delante de nuestros ojos abiertos
como si quisieran salirse de sus órbitas, pudo haber sido de una
magnitud inversamente proporcional al conjunto de neuronas en
buen funcionamiento del estúpido individuo veloz. Detrás de él
venía corriendo y gritando la que, al parecer, era su hija, a la que
el cretino le decía a voces que le había ganado en la carrera.
Esto
ocurrió en la selva urbana en la que habitamos.
Buenas noches.
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