A mí me instalaron de pequeño en la mente preocupaciones religiosas que me costaron mucho tiempo y mucho trabajo quitarme de encima.
Hoy lo que tengo es una preocupación por los efectos psicológicos, sociales y políticos que la mentalidad religiosa tiene, en primer lugar, sobre el pensamiento y la acción de las personas (porque hay quienes actúan con el criterio fundamental del miedo -a Dios, al más allá y al más acá-, quienes son intolerantes en nombre de la religión y quienes supeditan el conocimiento racional y científico a las informaciones ajenas a la razón que les suministra la fe); en segundo lugar, sobre la posibilidad de desarrollar una vida social plena y libre (hay luchas absurdas y estériles por el contenido de la educación, por el uso de preservativos, por la igualdad de derechos entre todas las personas, tengan la orientación sexual que tengan, y hasta por las formas de vestir); y, por último, sobre las leyes que se generan para estructurar humanamente la sociedad (tenemos que soportar una ralentización del avance humano a través de leyes que cuesta trabajo sacar adelante y que afectan a temas como el aborto, la unión de homosexuales y a todo lo que en un breve tiempo termina siendo aceptado como normal, a pesar de la oposición pesada de los que viven en la sociedad con criterios fundamentalmente religiosos).
La religión podía ser un elemento amable que sirviera para ayudar a vivir mejor a las personas y a resolver algunos de los problemas que fueran apareciendo en la sociedad. Pero, lejos de esa situación, las religiones se están convirtiendo en una fuente de problemas, de luchas y de generación de dificultades que están acabando por hacer de ellas instrumentos discriminadores, reaccionarios, contrarios al progreso, inhumanos y, más propiamente, antihumanos.
Tiendo a pensar que esta actitud no es propia de una religión concreta, sea la que sea, sino más bien de cualquier religión, de la esencia de la religión en sí. Cada una lleva a cabo sus efectos sobre los individuos y sobre la sociedad a su manera, pero en todas ellas late, a mi juicio, ese elemento destructor de la vida humana, de la sociedad civil, de este mundo, en nombre de un hipotético nuevo mundo que todas ellas prometen.
A pesar de esta consideración negativa hacia el hecho religioso en general, no hay que perder de vista algunos personajes de algunas de las religiones particulares, que destacan por el daño concreto que están haciendo la humanidad al querer imponer en el mundo su ideología poco respetuosa y difícilmente compatible con una idea racional del ser humano. En este sentido, tenía yo interés desde hacía tiempo en analizar, siquiera brevemente, la figura del jefe de la Iglesia católica, el Papa
Benedicto XVI, en su consideración civil,
Joseph Alois Ratzinger, nacido en Baviera, Alemania, en 1927. Me resultaba difícil la empresa porque lo era la tarea de recopilar datos y analizarlos, pero recientemente el teólogo español
Juan José Tamayo, director de la
Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la
Universidad Carlos III, de Madrid, ha realizado esta labor y lo ha hecho mucho mejor de lo que lo podría haber hecho yo. Puede encontrarse su trabajo, titulado
El integrismo de Benedicto XVI, en el diario
El País del 18 de abril de 2009.
Señala Tamayo que los inicios de la carrera eclesiástica de
Ratzinger se caracterizaron por su diálogo con la modernidad y por su apoyo a los teólogos de la liberación, a alguno de los cuales llegó a pagarle de su propio bolsillo la realización de su tesis doctoral. De ahí, sin embargo, fue pasando paulatinamente a la postura opuesta, persiguiendo a los que antes había protegido e instalándose en una actitud contraria al diálogo con lo moderno, con lo racional, a la vez que ensayaba un proceso de escalada hacia las cimas del poder en la Iglesia.
Tres son las causas que han podido generar, a juicio de Tamayo, esta involución:
- Una concepción pesimista del ser humano, basada en el pensamiento de San Agustín.
- Su incomprensión de lo que supuso para la sociedad la revuelta estudiantil de mayo del 68.
- Su miedo a asumir las consecuencias que se preveían para la sociedad derivadas del Concilio Vaticano II.
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