Tal día como hoy de 1997 murió William Burroughs, autor de El almuerzo desnudo.
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El problema fundamental de la vida es un problema ético. ¿Cómo actuar hoy para crear un mundo más humano? ¿Cómo actuar de manera humana para crear un mundo mejor?
Estamos viviendo una invasión de falsos sabios. Nadie habla de ellos: son ellos quienes hablan sin parar.
Un falso sabio es aquel que se deja llevar por sus intereses, por sus fobias o sus filias, por sus traumas o por el estado de su ego, pero sin que sus palabras vayan acompañadas de una lógica racional indispensable. En su lugar usan vicios lógicos, mecanismos que rechazará quien esté acostumbrado a un uso de la razón que todos puedan admitir.
Por ejemplo, son muchos quienes usan la inducción incompleta, aquella que de unos muy pocos casos observables, obtiene una norma general. Si alguien va a Andalucía, habla con dos andaluces graciosos (sea lo que sea esto de ser gracioso) y de esta observación induce que los andaluces son todos graciosos, estará efectuando una inducción incompleta. Incluso puede que algún andaluz avispado que lo oiga dude mucho de quien hable así. O, en el caso de los ladrones, no es lo mismo llamar ladrón a alguien que ha robado una vez, aunque no se sepan la circunstancias en las que ocurrió el robo, que llamárselo a quien roba sistemáticamente y hace de ello su estilo de vida. O, también puede ser, que no se lo llame a este último.
El falso sabio hace también un uso frecuente de mecanismos como el de la simplificación, o de la generalización, de la descalificación del otro, en lugar de rebatir sus argumentos con otros argumentos, del doble sentido y de los malintencionados sofismas, que buscan convencer con falsedades.
Estos vicios lógicos, junto al deseo de llevar la razón como sea, porque eso es lo que necesitan sus egos o sus intereses, hace que los falsos sabios se refugien en la lamentable norma neoliberal que dice que “Todo vale”.
Hay que estar muy atentos y descubrir a estos falsos sabios, que afloran tanto en televisiones como en bares, en periódicos como en tribunas civiles y religiosas, y que pronto se diferencian de la cordura de sus colegas más sensatos. Hay que guardar mucho silencio ante ellos para sobrevivir.
Es como si todo les diera igual, como si todos les diéramos igual. A mí esto me parece muy peligroso. Van por el mundo como si estuvieran solos, sin tener conciencia, al parecer, de que molestan, de que hacen daño. Solo les mueve lo suyo, pero tampoco algo que pueda ser importante para ellos, sino sus caprichos, sus impulsos, sus apetencias, y lo ejecutan de cualquier manera, como les salga. A veces un animal hace menos daño.
Hay un bar en el que todo lo que ponen es bueno, pero como es pequeño y acogedor, se ha instalado en él gente ya talludita que entablan conversaciones entre ellos a gritos. No puedes hablar, pero tienes que oír los chillidos, con frecuencia supuestamente graciosos, de quienes hacen un uso privado de un lugar público. No ven en el mundo a nadie más que a ellos mismos, y si hay alguien más, que se fastidie.
Te cruzas por una acera estrecha con algún elemento que actúa como si fuera el dictador de un lugar recóndito: no hace el menor ademán de compartir la acera, solo espera que te desintegres o que te quites de en medio para que pase él. O nadie les ha enseñado a convivir o no han logrado aprender a hacerlo. Quizás no tengan ningún interés en convertirse en seres humanos.
Hay un detalle que me resulta especialmente doloroso y que me enfada, quizás más de la cuenta. Son los estornudos. Por lo que se ve, llevar un pañuelo o un kleenex se ha convertido en algo absurdo e innecesario. Vi -tuve que ver- en un autobús a un tipo al que le entraron ganas de estornudar. Una y otra vez se tapaba la nariz con la mano, hasta que se le acabó la serie. Se paso la mano por el pantalón y, a continuación, la puso en el borde del asiento delantero. Luego, pulsó con ella el timbre de parada y se bajó. Sentí asco. Hoy iba yo por la calle sorteando grupos de personas que charlaban en la acera. De pronto veo que una señora de uno de esos grupos gira la cabeza y obsequia al mundo con un soberbio estornudo ¡a medio metro de distancia de mí!. Frené a tiempo, pero a la señora le dio igual. Pasé a su altura y, en cuanto la adelanté, soltó otro estornudo de la misma clase, sin mirar, sin ningún cuidado, como quien le suelta al mundo lo mejor que tiene. Me dio un asco tremendo y complejo, no solo por lo que pudo quedar en el aire, sino también por ver a un ser humano comportándose como si fuera un animal cualquiera.
Hemos pasado una pandemia terrible. Nos dijeron que había que estornudar contra un kleenex o contra el interior del codo. Nos avisaron de que no era bueno contagiar lo que lleváramos dentro. No aprendieron nada. Siguen tan embrutecidos como antes. Debe de ser muy difícil aprender a ser humanos. Parece más sencillo permanecer en estado animal. Qué bonita es la vida, pero el mundo, por estos y otros detalles, me da cada vez más asco. No sé si será posible a estas alturas suministrar una educación conveniente a los ciudadanos.
Tal día como hoy de 1917 nació Gloria Fuertes, autora de Historia de Gloria.
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La felicidad no se consigue buscándola. Para llegar a ella es necesario dar un salto en el vacío, que es difícil de realizar, pero indispensable. Se trata de olvidarse de la felicidad propia y procurar la felicidad del otro, de la otra, de los otros. Solo entonces, sin buscarla y como de rebote, puede aparecer en nuestra mente esa sensación de sosiego, de alegría profunda y contenida, de estar a gusto en el mundo, que es la felicidad.