Todos en la casa dormían la siesta.
Reinaban el silencio y el calor. Un silencio roto sólo por las
campanas de la iglesia, que sonaban tristes, como si no perteneciesen
a este mundo o como si no tuviesen ningún mensaje útil que
transmitir. Una luz intensa, invasora, quería adentrarse en la casa
a través del cierro y, a duras penas, era frenada por las cortinas
blancas de muselina. Fuera, en la calle, nadie osaba pasear para no
ser víctima de aquel calor y de aquella humedad que sólo invitaban
a parar, a estarse quietos, a abrir una pausa sin un final previsto.
La vida crecía en aquel niño que quería vivir, a pesar del calor,
de la luz y del silencio, pero el niño estaba solo. Nada ni nadie
parecía querer acompañar la vida del niño. Estaban solos él y la
vida. Sólo le quedaba esperar. No se le ocurrió hacer ruido, ni
despertar a ninguno de los habitantes de la casa. Esperó solo y algo triste. Cuando, poco a poco,
fueron apareciendo los demás y el calor bajó un poco su agobio y la
luz se fue haciendo más cálida, sintió que ya era un poco tarde y
que había perdido su momento. Calló y se dejó llevar.
Buenas noches.
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