Nació en la ciudad en la que las calles, empapadas de olor a azahar, pueden llevarte rápidamente a alguna iglesia barroca, en la cual el lado trágico de la realidad se asocia con el arte bajo el manto de lo que llaman religiosidad. Se formó en la tierra en la que la Ilustración cobró fuerza y potencia con Kant. Ingirió el espíritu de Kant hasta destrozar sus libros a fuerza de subrayarlos, anotarlos, llevarlos consigo y releerlos. Nunca perdió de vista la cuna de la filosofía, el lugar en donde por primera vez se pudo hablar racionalmente de la belleza, de la verdad y de la justicia. Y ahora vive del asombro, de la palabra, de la razón, del pensamiento, convencido de que son los medios con los que un hombre se hace bueno.
Emilio Lledó (Sevilla, 1927), querido y admirado hoy por cualquier persona con sensibilidad y con ánimos racionales, publicaba el pasado domingo 18 de enero, en
El País Semanal, un artículo titulado ‘
Lo bello es difícil’, en el que glosaba la imponente exposición que hasta el 12 de abril puede contemplarse en el
Museo del Prado, con el nombre de ‘
Entre dioses y hombres’. Se trata de una colección de 60 esculturas clásicas procedentes del
Museo Albertinum, de Dresde, junto con otras existentes en el propio Museo madrileño. Es una ocasión buena y única para admirar, por ejemplo, el “
Emperador Clodio Albino” o la espectacular “
Ménade de Dresde”.
Quiero resaltar aquí sólo un par de párrafos del artículo de Lledó.
Al entrar en el Prado para recorrer con la mirada la exposición, no podemos por menos de recordar una palabra maravillosa de las muchas que hemos heredado de la
cultura griega y que, espero, no se nos vayan olvidando. Esa palabra es el "asombro" (thaumasía). Parece que fue esta extrañeza ante los misterios del mundo, ante la armonía de los astros, ante la luz y la belleza que podían mostrarnos, lo que provocaba ese asombro. Asombrarse suponía descubrir lo "otro" y saber establecer esa distancia que nos permite entender. Si vivimos saturados de entorno, aplastados de noticias que no queremos o no podemos discernir; si no sabemos intuir esa lejanía necesaria para mirar, para entrever, incluso para tocar lo que nos rodea, estamos en el camino, en el mal camino, de perder la sensibilidad y, por supuesto, la inteligencia. Fue el asombro, la distancia, el no querer dar por hecho nada de lo que observábamos, lo que originó, decían los griegos, la filosofía, o sea, la curiosidad, el apego, la necesidad y la pasión por entender y entendernos.
Una experiencia asombrosa es, pues, la visita a esta exposición de esculturas del Museo Albertinum de Dresde y el Museo del Prado. El primer momento de asombro, de distancia ante tanta belleza, es el que nos lleva a pensar que fueron ellos, los griegos, quienes la inventaron al debatir largamente sobre esa palabra "bello" (kalós), que junto con la "verdad" (aletheia) y la "justicia" (dike) marcaban y nutrían el espacio de la cultura, de la paideia. La cultura, entendida no como un bloque de artes, conocimientos y saberes, sino como un proceso, una construcción encarnada en la estructura natural, la physis; un dinamismo que convertía a ese animal atado a todos los instintos de los otros animales en animal que con el logos, con la palabra, con la capacidad de entender y crear, trascendía los límites de su propia animalidad y entraba así en un territorio absolutamente nuevo, el territorio de lo humano. Y en él, no sólo la palabra nos distinguía, sino también la mirada: el aprender a mirar y, desde esa mirada, descubrir el querer, el amar.
La vida humana o el camino que va desde el asombro hasta el amor.
Amamos el conocimiento, amamos el saber, pero sobre todo amamos la vida. La vida
que nos ofrece el gozo de los sentidos.
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