Detalle de El jardín del edén, de Thomas Cole.
Hay días aciagos, tenebrosos, en los
que la luz de la mente parece haberse apagado y la rutina mortecina
se ha apoderado otra vez del tiempo de la vida. No ves lo que vives
ni entiendes lo que ocurre. Solo sientes que el mundo no vale nada,
que el ser humano se quedó vacío una vez más y que algún refugio
se hace indispensable. La creatividad quizás se cansó y se durmió
en algún rincón del pasado. Te dejas comer tu tiempo por el primer
charlatán que pasa vendiendo algún tópico, la ola de mediocridad
salpica todo tu cuerpo y tú estás, pero no existes ni sabes que
existes.
Hay también otros días luminosos,
incluso con zonas de sombra serena, en donde se capta mejor el mundo
y en las que la conciencia vuelve a ti. Ves entonces lo que antes
estaba, pero no veías. Te vuelves a encontrar con la tristeza y con
la alegría, las grandes señales de que la vida está presente.
Entiendes muchos porqués que antes no eran ni ¿por qué? Descubres
cómo muchos han ido influyendo en tu vida socavando el terreno bajo tus
pies e intentando hundirte en la nada. Escuchas a lo lejos los
violines de la orquesta de Mantovani, que se convierten en el símbolo
de la vida en el paraíso, y entonces relativizas todo lo que antes
ocupaba tu existencia a tu pesar, tomas conciencia de lo que vale y
de lo que no, y huyes sin necesidad de quitarte de en medio, como
quien está sin estar. A la vez aminoran los afectos, sufres la imposibilidad
de cambiar el mundo, pero creces y te sientes más libre, más solo y más tú.