Hay días aciagos, tenebrosos, en los que la luz de la mente parece haberse apagado y la rutina mortecina se ha apoderado otra vez del tiempo de la vida. No ves lo que vives ni entiendes lo que ocurre. Solo sientes que el mundo no vale nada, que el ser humano se quedó vacío una vez más y que algún refugio se hace indispensable. La creatividad quizás se cansó y se durmió en algún rincón del pasado. Te dejas comer tu tiempo por el primer charlatán que pasa vendiendo algún tópico, la ola de mediocridad salpica todo tu cuerpo y tú estás, pero no existes ni sabes que existes.
Hay también otros días luminosos, incluso con zonas de sombra serena, en donde se capta mejor el mundo y en las que la conciencia vuelve a ti. Ves entonces lo que antes estaba, pero no veías. Te vuelves a encontrar con la tristeza y con la alegría, las grandes señales de que la vida está presente. Entiendes muchos porqués que antes no eran ni ¿por qué? Descubres cómo muchos han ido influyendo en tu vida socavando el terreno bajo tus pies e intentando hundirte en la nada. Escuchas a lo lejos los violines de la orquesta de Mantovani, que se convierten en el símbolo de la vida en el paraíso, y entonces relativizas todo lo que antes ocupaba tu existencia a tu pesar, tomas conciencia de lo que vale y de lo que no, y huyes sin necesidad de quitarte de en medio, como quien está sin estar. A la vez aminoran los afectos, sufres la imposibilidad de cambiar el mundo, pero creces y te sientes más libre, más solo y más tú.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Puedes expresar aquí tu opinión.