viernes, 10 de junio de 2011

Periódicos / 2





Un periódico es bueno cuando no se sabe lo que va a decir antes de leerlo.

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Hay lectores que se acercan a los periódicos buscando la novedad, la idea interesante, el punto de vista que aclare, el análisis crítico de lo que ocurre. Otros lectores se acercan para encontrar más de lo mismo y dar así alimento a sus pasiones.

jueves, 9 de junio de 2011

Periódicos / 1


Hay periódicos que atentan contra la salud mental de sus lectores.

Algunos escribidores en periódicos creen firmemente que los culpables de lo que ocurre son siempre los débiles, los pobres, los necesitados. Su forma de decirlo, lógicamente, no es nunca directa, sino que insisten en alabar a los poderosos, a los ricos, a los que no necesitan nada, dejando así en evidencia a los otros. Los más incautos no se enteran de este rodeo y por eso los leen, los aplauden y los votan.

miércoles, 8 de junio de 2011

Soluciones únicas




Los más ignorantes suelen ser los más ineptos. Los más ineptos suelen ser los que proponen sus soluciones como las únicas posibles. Suele ser gente peligrosa.

martes, 7 de junio de 2011

Soledad individual



Si molestas sin darte cuenta, es que todavía no has comprendido que no estás solo en el mundo.

lunes, 6 de junio de 2011

Pensar o no pensar



Decía Sastre que lo peor es haber pensado, porque con el pensamiento descubres el horror del mundo, la maldad humana, el infierno terrenal, lo poco que eres y lo problemática que es la vida.

Sin embargo, es peor aún no pensar. Si no piensas, estás muerto en vida.

¿Quién creyó con tanta ingenuidad que vivir era fácil?

viernes, 3 de junio de 2011

Lo duro que es irse



Por muy largo que les ponga el examen, siempre acaban antes de lo previsto. La ley del mínimo esfuerzo les domina. Para llenar el tiempo de los que ya habían acabado y mientras lo terminaban de hacer los tres que aún estaban escribiendo, se me ocurrió pedirles que me escribieran algo que hubiesen aprendido a lo largo del curso, en la asignatura de Educación para la Ciudadanía, de 2º de ESO, y que consideraran importante. Es un curso difícil, alborotador, hormonal, inquieto, en el que hay que pegar un grito intimidatorio en cada una de las sesiones, si es que se quiere tener veinte minutos de calma. Es un curso agotador. Una hora con ellos la cambiaría sin pensarlo por cuatro o cinco clases de 2º de bachillerato. Y, sin embargo, ...

Estas fueron sus respuestas, esto es lo que han aprendido:

“Que todos somos iguales y que nadie es superior a nadie”
“A ponerme en el lugar de la otra persona, para tratarla mejor”
“Que es bueno tratar con personas de otros países para aprender sus gustos y sus cualidades”
“Qué es un valor y qué son las normas”
“Los diferentes tipos de familia que hay”
“El respeto entre iguales”
“Métodos anticonceptivos eficientes”
“Que todos somos diferentes, pero iguales”
“El respeto a los demás, sean como sean”
“Lo que significa el racismo”
“A ser buena persona en la ciudad”
“Lo de los sexos”
“A respetar a los demás y a hacerles la vida más agradable”
“A respetar a los que no piensan lo mismo que yo”
“A respetarnos”
“El principio de igualdad y a respetar”

No sé qué te parecerá a ti, pero a mí estas situaciones son las que me hacen ver que la enseñanza tiene sentido, que tienen un sentido muy fuerte. ¿Comprendes por qué me cuesta tanto trabajo irme?

jueves, 2 de junio de 2011

Ya pasó..., creo.


Hay veces en las que la realidad se vuelve simbólica y se carga de una fuerza inusitada. Es como cuando un simple trapo se convierte en una bandera,  que afecta a los ánimos y puede generar conductas insospechadas. Esto me ha pasado hoy en la comida con la que algunos compañeros del Instituto han querido generosa y cariñosamente despedirnos a los 5 profesores que habíamos optado voluntariamente por dejar la enseñanza.
Ya he explicado lo poco dado que soy yo a estos fastos, sobre todo cuando me afectan directamente a mí. Estuve toda la mañana raro, con la cara que vete a saber qué quería decir y con el ánimo preocupado. ¿Estás nervioso? me preguntó Emma, buena amiga y buena profesora, buenísima, y le dije que me sentía raro. Es que no acabo de hacerme a la idea de la nueva casa en la que voy a vivir, de la nueva ocupación –que ni yo mismo conozco- con la que voy a llenar mi vida. Sólo sé que estamos yo y el tiempo, que es la base de la vida, y que mi problema es transformar el tiempo en vida. De alguna forma se hará y ya veremos cómo.


El caso es que nos encaminamos al lugar de autos, un restaurante grande, en donde se come bien, sin que se encuentre uno sustos al final en la factura. Fueron apareciendo los compañeros, los actuales y muchos de los antiguos, algunos de ellos ya jubilados.  Saludos más o menos efusivos, comentarios para ponerse al día, sorpresas en muchos, que no esperaban mi jubilación, y ambiente, en general, cordial.


La presidencia. Aquí empezó el símbolo a crecer como esos monstruos que aparecen en las películas y que parece que se abalanzan sobre uno desde la pantalla. No se podía elegir el sitio en el que sentarse. El destino me había situado allí, en la presidencia. Cuatro personas felices y yo, estúpidamente dubitativo, problematizado, ni triste ni feliz, sino todo lo contrario.
Comimos, bebimos, hablamos, reímos, qué bien, hasta que llegaron algunos compañeros con unas bolsas con unos regalos, que eran también símbolos de que todo estaba ya hecho. Un e-book  y una botella de ribera del Duero. Un buen detalle, un buen recuerdo, un espléndido gesto cariñoso que agradecí y agradezco de manera muy sentida.


En previsión de posibles situaciones difíciles, le había dicho yo al director, días atrás, que hablara él, que es de mucho hablar, en nombre de los cinco, cosa con la que estuvo de acuerdo. Pero las emociones fuertes creo que afectan a la memoria y, aunque se levantó enseguida a hablar, dijo lo que le pareció, pero en su nombre y sin ninguna referencia a los demás. Habló de su abuela –me parece- y de su pueblo y de no sé qué más, le aplaudieron y se sentó. Se le notó que estaba a gusto de jubilado y todos quedaron conformes. Luego tomó la palabra Bautista, grandísimo profesor de Griego y de Latín. Fue breve como un tropezón. Dijo que se sentía muy querido, le aplaudieron y se sentó. También parecía muy contento, con serenidad, pero contento. Luego fue el profe de Matemáticas. Se sacó del bolso un papel, un folio escrito por las dos caras, lo leyó, le aplaudieron y se sentó. No sé lo que dijo porque, aunque lo tenía a dos plazas de mi sitio, hablaba muy bajo y no me enteré. Me imagino que estaría bien. También quedó con cara de satisfacción. Quedábamos Cristina, la profesora de Francés, y yo. Con toda la intención le dejé que empezara ella. Le dijeron que podía hablar en francés y creo que eso le vino muy bien porque lanzó una parrafada en ese idioma, con gestos muy convincentes y dicción muy serena, que produjo grandes aplausos en la concurrencia. No puedo decir de qué habló porque no sé francés y, sobre todo, porque ya sólo quedaba yo. Sólo quedaba yo solo, teniendo que sellar en público mi jubilación. Como en las bodas, que tienes que decir públicamente que quieres a tu pareja. No me podía escapar.
Me levanté. Creo que fui yo el que me levanté. Una vez de pie intenté convertirme en actor, como en clase, como cuando hay que dar un espectáculo ante la clientela haciendo que Kant hable por mi boca, y luego Nietzsche, y luego el que toque. Sólo que aquello era más difícil, mucho más difícil, porque, junto a unas ideas que había pensado por la mañana, por si acaso, habían aparecido en el estómago, o en el corazón, o en algún lugar de por ahí dentro unas emociones paralizantes, incontroladas, bombeantes que no me hacían ninguna gracia.  Puse las manos en sendas botellas que había por allí, dando una imagen seguramente grotesca y mostrando sin ningún disimulo que en algún lugar había que apoyarse. Y hablé.


Hablé con la voz fuerte, como habitualmente lo hago. Callaron enseguida. Los muy malvados tenían ganas de espectáculo y querían ver por dónde salía. Salí por donde no tenía pensado hacerlo: “Cuánto tiempo ha pasado ¿eh?”. Y empecé por pedir disculpas por las consecuencias de todos los posibles errores que hubiese podido cometer en toda mi vida profesional. Estoy seguro de que alguno cometí, pero más seguro aún estoy de que hay quien cree que lo hice. Me pareció elegante comenzar así y lo hice porque quería decir eso. Luego, me pareció justo agradecer a todos los que me habían  ayudado a llegar hasta allí, a los que me habían enseñado algo útil para las clases, a los que me habían dado su tiempo, incluso su sonrisa por un pasillo. La cosa iba bien o, al menos, así me iba yo animando para seguir. Abrí, a continuación, la puerta del futuro comparando lo que me había encontrado yo al llegar a la enseñanza con lo que veía ahora. Mi conclusión fue que todo seguía estando por hacer: había que buscar una administración a la que le importara de verdad la enseñanza, había que modernizar los métodos, había que dejarse de aulas de informática para introducir la informática en las aulas y había que eliminar la práctica individualista para adoptar estrategias comunes que mejoraran no sólo la disciplina, sino también la comprensión lectora, la ortografía, etc. Todo esto lo dije con ánimo. Me descubrí gesticulando, lo cual era señal de que había dejado de apoyarme en las botellas. Me quedaba poco que decir. Estaba llegando a la cumbre y este happening obligado y no querido estaba saliendo decentemente. Dije:
“Este oficio es duro, muy duro, pero tiene una ventaja: que se le puede encontrar sentido. Son los alumnos”.


Y ahí me rompí. Todas las tensiones del cuerpo, todas las emociones del alma, todas las contradicciones vividas en los últimos meses se concentraron en la Puerta del Sol de la garganta y me impidieron seguir. Una terrible amenaza de lluvia me llegó a los ojos y me senté. Estaba casi paralizado. No pude decir que si algo había aprendido a lo largo de mi vida en la enseñanza es que lo más importante son los alumnos, que lo que haces lo haces por ellos y para ellos y que nunca había que cambiar esa intención si no queríamos desvirtuar la enseñanza, que los alumnos son los que convierten el acto educativo en un acto humano. No dije nada de esto porque no pude, pero mi subidón emocional posiblemente hizo algo de efecto, lo cual, luego, me tranquilizó un poco.
Noté que al final algunos de los asistentes estuvieron más cariñosos conmigo que al principio, lo cual me gustó. Estuve hablando con un antiguo compañero de departamento. Noté que tenía la necesidad de saber cómo se sentía una persona que se jubilaba y me preguntó muchas cosas. Yo notaba que hurgaba en mi herida, pero no me importó, porque si algo he echado en falta han sido las experiencias de otros que ya vivieron lo que me tocaba vivir a mí. Casi todo me lo he tenido que inventar yo y eso es muy duro. De manera que en un par de ocasiones se me volvió a cerrar la garganta y el surtidor de los ojos funcionó levemente más de una vez. El muy cachondo me dijo que nunca había visto a un jubilado así, tan carente de entusiasmo por su nueva situación, y que se veía él con más actitud de jubilado que yo. El problema estaba y está no en que yo no tenga entusiasmo, sino en que lo tengo partido por la mitad. Una parte me acerca a los alumnos y la otra me aleja de ellos. Ese es mi problema.