Hace muchísimos años a unos abuelos simios se les ocurrió apoyarse solo en las patas traseras para así poder alcanzar con mayor facilidad los frutos de los árboles. Eso les cambió la estructura de la mano y pudieron agarrar mejor los palos y las piedras. En seguida comenzaron a sufrir una extraña sensación en la cabeza, que era signo de que en ella empezaban a aparecer ideas. Pronto notaron que la garganta les permitía emitir ruidos muy distintos a los gritos y aullidos a los que estaban acostumbrados. Eso les facultó para hablar, expresar las ideas y comunicarse. Desde entonces, los descendientes de aquellos abuelos saben que vivir es cocerse a fuego lento en el caldero de la existencia hasta conseguir un guiso que resulte sabroso y que dure sin estropearse el mayor tiempo posible. De ese cocimiento han ido saliendo genios, brutos, guerreros, cocineros, sexadores, futbolistas, políticos, psiquiatras o escritores. Todos ellos han ido generando mundos de diversa condición, unos más evolucionados y otros más nostálgicos del grito y las cuatro patas. Últimamente parece que en este discurrir ha aparecido un cierto estancamiento y que la mediocridad ha hecho acto de presencia con fuerza y con estruendo. A muchos de los nietos de aquellos abuelos no les importa hoy que sus actos, sus ideas y sus vidas sean de poca calidad, tirando a malos, ni que el guiso resultante sea vulgar y poco apetitoso. La mediocridad se va instalando sin remedio en las mentes y en el mundo de hoy, y se va convirtiendo en el signo de estos tiempos.
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