domingo, 16 de febrero de 2014

Buenos días. La luvia




Qué bonita es la lluvia, con su ritmo acompasado, con su suave tintineo sobre los cristales, con su dulce discurrir por el espacio hasta caer mansamente sobre la tierra, sobre el suelo de las calles o sobre el mar. Qué limpio deja el aire la lluvia y qué fresquito tan apetecible se percibe a su paso. Tus mejillas se quedan impregnadas de una discreta humedad. Es verdad que a la garganta no suele sentarle bien la lluvia, pero el placer de que por tu rostro resbalen unas frescas gotas de lluvia es impagable. Por no hablar de los campos y de los jardines, tan necesitados siempre de ese oro líquido y transparente.


Yo todo eso lo entiendo y lo comparto. Lo que ocurre es que después de una eternidad lloviendo y lloviendo y cayendo agua como si todos ahí arriba se hubieran dejado abiertos los grifos, uno termina muy harto ya de tanta lluvia. Vamos, que uno acaba hasta los mismísimos cojones de las nubes, del agua y del viento frío que la mayoría de las veces la acompaña. Que uno lo que está deseando es poner sus evidencias al sol en una playa libre en donde ni el cielo se vista con ninguna nube, pero parece que hay algún castigo cósmico que nos obliga a ver llover todos los días y a todas horas. Que abres la ventana y ves ya siempre lo mismo: gotas de agua y gotas de agua y gotas de agua. Ya está bien de tanta lluvia. Que la Naturaleza se acuerde de Etiopía, en donde nunca llueve, y nos deje descansar un poco. Entre la lluvia y el PP -que ninguno de los dos se va- vamos listos. Buenos días.

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