Cómo me gustaban sus manos. No eran
muy grandes, pero sus dedos eran elegantes, finos, como de porcelana.
Si deslizaba mi mano por las suyas, notaba una suavidad que la acusaba
con todo el cuerpo, como cuando hueles un perfume de esos que logran
que te olvides de que existes. Siempre llevaba las uñas muy
cuidadas, bien cortadas, muy limpias y con una ligera capa de brillo.
Le gustaba llevar un solo anillo, pero grande, enorme, como si
pretendiese que nadie se fijara en la mano y que pusiera toda su
atención en el anillo. Eran unas manos delicadas, preciosas. Y,
además, eran sus manos.
Han pasado algunos años. Las manos, al
igual que los tobillos, son testigos muy elocuentes del paso del
tiempo. Ahora las manos siguen siendo preciosas y delicadas, pero las
notas de porcelana ya no son tan evidentes. Ahora, más bien, son
unas manos vivas. Han aprendido a querer. Deslizar mi mano por las
suyas me sigue pareciendo un lujo, pero entrelazar nuestros dedos o
tomar su mano para pasear me produce una cercanía y una ternura
imposibles de sentir sin ella. Tomar su mano o que ella tome la mía
supone una comunicación tan profunda como un abrazo eterno. He
aprendido a oír la piel, la parte del cuerpo que habla con más
fuerza, y a leer las manos, esos tentáculos de la mente que saben
decir mejor que ninguna otra parte del cuerpo lo que se siente con
otra persona. Buenas noches.
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