Indisolublemente unida al profesional
está la persona. No se pueden separar ambos aspectos, pero sí se
pueden distinguir. Al profesional se le exige eficacia y competencia
en el ejercicio de su función. A la persona se le debe exigir una
actitud ética que le permita vivir en la sociedad como un ser
humano. Cuando uno de los dos aspectos falla, nos encontramos con una
disfunción social que nos lleva a pedir responsabilidades o a
remover al causante de esa situación anómala.
Pongamos algunos ejemplos. A un
profesor se le exige que sepa la materia que tiene a su cargo y que
la explique bien, pero, además, que su actitud personal sea de
respeto y de buen trato con sus alumnos. A un médico, por su parte,
le pedimos que sepa curar, pero también que trate correctamente al
enfermo, con calidad humana y con una actitud positiva.
Pero ¿qué cabe pedirle, sea el caso,
a un policía? La eficacia y la competencia se le suponen, pero ¿y
su actitud ética? ¿Se justifica éticamente el propio policía sus
intenciones cuando reprende brutal e indiscriminadamente a unos
manifestantes o ni siquiera se lo plantea? Es cierto que suele
recibir órdenes, pero ¿debe cumplir unas órdenes con visos de ser
injustas? ¿Considera, quizás, que estas son exquisiteces delicadas
propias de señoritos y señoritas que no saben nada de la vida? Mi
escasa experiencia con la policía me hace, sin embargo, no tener que
llegar a extremos demasiado violentos para ver que aquí hay
problemas. Recuerdo una vez que le pregunté a uno si sabía qué
pasaba con los autobuses, porque tardaban demasiado en llegar a la
parada, y me respondió en un tono intimidatorio, prácticamente
gritando, que él no sabía nada de eso. Me quedé sin ganas de
recurrir en el futuro a la policía para preguntarle nada. La
conclusión que saco actualmente de la actitud de estos señores es
que parece que no necesitan que se les respete ni que se les
considere bien por parte de los ciudadanos. Valoran más, al parecer,
la mera obediencia y la brutalidad que su condición humana. Ellos
verán.
Y, por poner un último ejemplo, qué
decir, de las personas que forman el Gobierno de nuestro país. La
eficacia y la competencia que, como profesionales, habría que
exigirles se cae cada día un poco más. Y su actitud ética parece
muchas veces ausente, como les suele ocurrir a los que, en medio de
su profunda ignorancia, confunden la ética con la religión, y
recurren absurdamente a Vírgenes y Santos para que les apoyen en sus
desvaríos. El pueblo quizás no distinga estas cosas, pero sí ve
cada vez más que ni como personas ni como políticos valen para
algo. Y así vamos cuesta abajo sin remedio.
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