El de ayer fue un día muy agradable,
en el que destacó con fuerza propia la música que escuché con un
placer intenso y poco habitual. A pesar de que buena parte del centro
de Madrid estaba cortado por una fiesta de la bicicleta, que
desconocíamos que se celebrara en ese momento, pudimos llegar a la
Fundación Juan March a tiempo de encontrar sitio en su Salón de
Actos. Tenía lugar allí un recital de violín y piano a cargo,
respectivamente, de Ana María Valderrama y de Luis del
Valle. En el programa, obras de Debussy, Sarasate, Grieg y
Saint-Saëns.
Ana María Valderrama ha ganado no hace
mucho el Primer Premio y el Premio Especial del Público en el XI
Concurso Internacional de Violín Pablo Sarasate y su programa de
conciertos incluye Inglaterra, Alemania, Francia, Portugal, Rusia,
Mexico y Colombia. Luis del Valle, por su parte, junto con su hermano
Víctor, ganó el prestigioso ARD International Music Competition de
Munich, en 2005, y tiene igualmente previstos conciertos en varias
ciudades españolas y europeas.
El programa invitaba a la expresión
lírica y al lucimiento, sobre todo, de la violinista. No voy a
exponer aquí si, desde el punto de vista puramente musical, los
intérpretes consiguieron sus objetivos, pero si quiero reseñar el
síntoma de que al final del concierto varios ojos estaban húmedos,
algunas voces estaban entrecortadas y una suave sonrisa se había
instalado en muchos rostros. Sin duda que llegaron a establecer una
comunicación profunda y emotiva con los espectadores.
Lo que vi ayer fue a un pianista lleno
de sabiduría, de sensibilidad y de delicadeza junto a una violinista que me parece
que tiene una mente prodigiosa, de la que sale una energía que pasa
por su corazón y aparece por sus manos para sacarle al violín y a
cada frase musical todos los secretos que pueda tener escondidos. El
tópico es decir que tocan como los ángeles, que la música es cosa
de los dioses o expresiones parecidas que terminan quitando valor a
los propios músicos. A mí me pareció que lo de ayer era el fruto
de muchas horas de trabajo, de estudio, de sacrificio, de ensayo, de
constancia, de mucho talento y del dominio de la técnica necesaria
para obtener un producto de calidad. En el escenario ayer había
mucho mérito, pero también, y sobre todo, había música.
La música es mucho más que un
conjunto de sonidos. La música es la recreación por el artista de
una idea del compositor. Frente a las carencias, las frustraciones,
las derrotas, las imperfecciones y las imposibilidades del mundo
cotidiano, la música representa lo hecho, lo terminado, la idea
convertida en realidad de un proyecto determinado en el que hay
estructura, emoción, belleza, principio, fin y desarrollo. La música
es un objeto creado con sentido por el compositor, que necesita
siempre ser recreado por el artista. Pero, además de crear unos
determinados sonidos, la música es capaz de crear también el estado
mental del receptor de tales sonidos. En esto quizá la música
supere al resto de las artes, en que tiene un enorme poder para
penetrar en la mente del espectador, adueñarse de ella y ser capaz
de trastocarle sus esquemas, obligándole a olvidar lo que le
persigue y a sumergirse en sugerencias nuevas, en emociones vivas, en
mundos muy distintos a los que le dominaban antes del concierto.
Esto fue lo que Ana María Valderrama y
Luis del Valle lograron ayer en la Fundación Juan March. Un silencio
ocupado sólo por la música, por el arte creativo de estos dos
grandes y por las vivencias sin remedio que arrastraban a los
espectadores, llenó el espacio. Las emociones, los ojos húmedos, los aplausos, el
sobrecogimiento, el mundo nuevo que entraba por los oídos ocuparon
ayer la sala de conciertos. Una amiga a la que encontré allí me
resumió lo que le habían parecido los intérpretes: “Al pianista
ya lo conocía y es muy bueno, pero la violinista es magnífica”.
Fue un espléndido día.
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